viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( XII PARTE)

21.    Rutherford y Lawrence



















Ernest Rutherford andaba detrás de caza mayor... o por lo menos era caza «mayor» en el mundo de la ciencia, porque la pieza que quería cobrar era el diminuto átomo, cuyo diámetro sólo alcanza algunas milmillonésimas de centímetro. La pregunta era: ¿que había dentro de ese átomo?
Durante un siglo los científicos habían creído que el átomo era la partícula más pequeña que podía existir y que tenía la forma de una bola de billar. En la última década del siglo pasado se descubrieron partículas aún más pequeñas y se comprobó que los átomos radiactivos se desintegran y lanzan partículas «subatómicas» en todas direcciones.
Rutherford, para averiguar lo que ocultaba el minúsculo átomo, lo bombardeó con partículas aún más pequeñas: con esas partículas subatómicas que los átomos radiactivos dispersaban en todas las direcciones.
Estas partículas eran tan pequeñas y se movían tan deprisa, que atravesaban láminas finas de materia sin enterarse. Interponiendo una fina lámina de metal entre un estrecho haz de partículas y una placa fotográfica, el haz dejaba un punto oscuro en ésta después de atravesar la lámina. Rutherford notó en 1906 que el metal tenía un extraño efecto: el punto oscurecido era difuso, como si algunas de las partículas, al pasar por el metal, hubiesen sufrido una desviación.
Rutherford y Hans Geiger, su ayudante, decidieron investigar en 1908 el fenómeno, lanzando partículas contra un pan de oro de unas cuantas diezmilésimas de centímetro de espesor; aun así, constituía un muro de 2.000 átomos de anchura. El razonamiento de Rutherford era que si los átomos llenaban por completo el espacio, las partículas no tendrían ninguna probabilidad de atravesar la lámina.
Pero las partículas sí pasaban; prácticamente todas llegaron al otro lado en línea recta. Algunas, muy pocas, salían con cierto ángulo, como una bola de billar golpeada de lado. Y una de cada 20.000 rebotaba incluso hacia atrás.
¿Cómo podía ser eso? Rutherford diría más tarde que era como disparar un cañón contra un papel de celofán y que la bala retrocediera hasta el cañón.
Finalmente halló la explicación: la mayor parte del átomo era espacio vacío, a través del cual podían pasar fácilmente las partículas subatómicas; pero en el centro de cada átomo había un núcleo diminuto en el que se concentraba prácticamente toda la masa del átomo. Este núcleo estaba rodeado por partículas que giraban alrededor de él en órbitas, como los planetas.
Rutherford fue así el primero en descubrir la estructura interna del átomo. Los experimentos se realizaron en 1908; ese mismo año recibió el Premio Nobel de Química, por trabajos que había realizado anteriormente, es decir, sus aportaciones más importantes vinieron después de otorgársele el premio.
Ernest Rutherford fue realmente un científico del Imperio Británico. Trabajó en Canadá y en Inglaterra, pero nació en Nueva Zelanda, el 30 de agosto de 1871. En la universidad, donde puso por primera vez de manifiesto su talento para la física, obtuvo una beca de la Universidad de Cambridge. Allí estudió con el gran científico británico J. J. Thomson.
Rutherford trabajó primero en el campo de la electricidad y el magnetismo; pero en 1895 (el año en que aquél llegó a Inglaterra) Wilhelm Roentgen conmovió el mundo científico con el descubrimiento de los rayos X. Thomson decidió inmediatamente seguir por esa dirección, y Rutherford le acompañó encantado.
La valía de Rutherford estaba ya por entonces fuera de toda duda, de manera que cuando quedó una vacante en el claustro de profesores de la Universidad McGill en Montreal, Thomson le recomendó. En 1898 salió Rutherford para Canadá.
Al año siguiente descubrió que las sustancias radiactivas emitían por lo menos dos clases de radiaciones; las llamó «rayos alfa» y «rayos beta», por las dos primeras letras del alfabeto griego. Más tarde se comprobó que los dos rayos eran chorros de partículas subatómicas. Los rayos alfa estaban compuestos de partículas de gran masa, y Rutherford los utilizó posteriormente como proyectiles para sondear el átomo. En 1903, él y un estudiante llamado Frederick Soddy elaboraron las fórmulas matemáticas que describían la tasa de desintegración de las sustancias radiactivas.
En 1908 había descubierto ya cómo detectar una a una las partículas subatómicas: la partícula, al chocar contra una película de sulfuro de cinc, provocaba un brevísimo destello. El sulfuro de cinc «centelleaba». Rutherford, con ayuda de esta «pantalla de centelleo», podía seguir y contar cada partícula.
Con los proyectiles que había descubierto y el contador que había fabricado, estaba en condiciones de explorar el interior del átomo. Diez años más tarde consiguió algo mucho más asombroso: utilizar sus proyectiles no en metales, sino en gases.
Al bombardear hidrógeno gaseoso con rayos alfa, éstos chocaban contra los núcleos de los átomos de hidrógeno, compuestos de partículas elementales llamadas «protones». Cuando los protones chocaban contra una pantalla de sulfuro de cinc, se observaba un tipo especial de destello brillante. Si se bombardeaba oxígeno, anhídrido carbónico o vapor de agua, no ocurría nada especial. Pero cuando el blanco era nitrógeno, volvían a aparecer los centelleos característicos de los protones.
¿De dónde salían esos protones? Sólo había una respuesta posible: los rayos alfa, al chocar contra el núcleo del átomo de nitrógeno, arrancaba protones del mismo. El nitrógeno se transformaba así en un isótopo raro del oxígeno, y como consecuencia de la reacción se observaba el protón. Rutherford fue el primero en transmutar un elemento (nitrógeno) en otro (oxígeno): había conseguido (1909) la primera reacción nuclear artificial.
Con el paso de los años aumentó el número de investigaciones sobre la estructura del átomo, para las cuales se necesitaban proyectiles subatómicos más rápidos y en mayor cantidad. Los rayos alfa cumplían bien su propósito, pero no tenían una energía suficientemente alta, mientras que las sustancias radiactivas que emitían rayos alfa no eran fáciles de conseguir.
Los científicos probaron con los protones, que podían obtenerse fácilmente a partir del hidrógeno. Los protones no eran tan pesados como las partículas de los rayos alfa, pero podían acelerarse hasta energías muy altas mediante un campo eléctrico, mientras una serie de imanes mantenían a las partículas en la trayectoria deseada. El hombre que mostró la mejor manera de hacerlo fue otro Ernest: Ernest Orlando Lawrence, nacido en Cantón, Dakota del Sur, el 8 de agosto de 1901.
Fue en 1930, en la Universidad de California, cuando Lawrence empezó a estudiar el problema de acelerar protones. La dificultad era que siempre acababan por zafarse del dominio de los imanes que intentaban mantenerlos en la trayectoria deseada. Había que hallar un modo de retenerlos dentro del instrumento hasta que adquirieran suficiente velocidad para ser útiles. ¿Por qué no hacer que giren en círculos?, pensó Lawrence.
Dicho y hecho: colocando una serie de imanes de una cierta manera construyó rápidamente un instrumento de fabricación casera. Los protones se veían obligados a seguir una trayectoria circular, acelerando continuamente, hasta salir finalmente despedidos del instrumento con una fuerza tremenda. Lawrence llamó «ciclotrón» al aparato, por ser circulares las trayectorias que seguían las partículas.
En 1931 se terminó de construir un ciclotrón más grande que el modelo original, a un coste de 1.000 dólares y capaz de producir protones de más de un millón de electrón-voltios de energía. Poco después, utilizando ciclotrones aún mayores, se consiguió comunicar a las partículas energías de 100 millones de electrón-voltios. Hoy día hay instalaciones, basadas en ese mismo principio del ciclotrón, que pueden producir partículas del orden de miles de millones de electrón-voltios de energía.
Los primeros «proyectiles» de Rutherford habían sido mejorados increíblemente. Ahora se podía destrozar un átomo y estudiar sus desechos como no se habría podido ni soñar pocos años antes.
Rutherford murió en 1937, pero llegó a ver el ciclotrón en funcionamiento. Lawrence vivió lo suficiente para ver cómo su máquina enriquecía los conocimientos atómicos hasta el punto de hacer de la energía atómica una realidad. Durante la década de los cuarenta participó incluso en la investigación que desembocó en la construcción de los primeros reactores nucleares. Dirigió un programa para separar cantidades industriales del isótopo uranio-235 y producir el elemento artificial plutonio. Los átomos de ambos podían escindirse en una reacción continua que proporcionase energía útil o que diese lugar a la devastadora explosión de una bomba atómica. Lawrence murió en 1958.
Mientras la radiactividad fue sólo una propiedad insólita de ciertos elementos raros, su importancia estuvo circunscrita a la física teórica y su influencia sobre las actividades del hombre fue muy pequeña.
Lo que hizo Ernest Rutherford fue transformar la radiactividad, de un mero fenómeno, en una herramienta. Utilizó las partículas subatómicas como proyectiles con los cuales romper el átomo y explorar el núcleo atómico.
Ernest Lawrence inventó un instrumento mejor para hacer lo mismo. Como resultado del trabajo de ambos, el interior del átomo reveló sus secretos en un plazo increíblemente breve. Veintitrés años después de la primera reacción nuclear artificial, la humanidad sabía ya cómo iniciar una de esas reacciones y tenerla controlada como una especie de «horno» nuclear. Hace miles de años, el hombre había aprendido, de manera muy parecida, cómo hacer fuego y servirse de él.
Las conflagraciones nucleares pueden ser un gran peligro para la humanidad; pero lo mismo puede decirse de las guerras convencionales. El hombre ha obtenido beneficios ingentes del fuego, pese a sus peligros. ¿Será igual de sabio con los fuegos nucleares que ahora tiene en su poder?





22.    Robert Hutchings Goddard


















La gasolina se mezcló con el oxígeno líquido y ardió; el cohete ascendió tronando por la atmósfera. Al cabo de poco tiempo se agotó el combustible, el cohete siguió subiendo hasta un máximo y luego cayó.
La escena no es Cabo Cañaveral, años cincuenta, sino una granja cubierta de nieve en Auburn, Massachusetts. La fecha, el 16 de marzo de 1926. Un científico llamado Robert Hutchings Goddard ensayaba el primer cohete de combustible líquido que jamás salió disparado hacia los cielos.
El cohete sólo subió a una altura de 61 metros y no alcanzó una velocidad superior a los 90 kilómetros por hora; pero el experimento fue tan importante como el vuelo del Kitty Hawk de los hermanos Wright, con la diferencia de que lo de aquí no le importaba a nadie Goddard, que puso, él sólo, los fundamentos de la cohetería norteamericana, siguió siendo un desconocido hasta el día de su muerte.
Robert Goddard nació en Worcester, Massachusetts, en 1882. Se doctoró por la Universidad Clark en 1911 enseñó en Princeton y volvió a Clark en 1914. Allí comenzó a hacer experimentos con cohetes.
En 1919 escribió un pequeño libro de 69 páginas sobre la teoría de cohetes. El título era Un método de alcanzar altitudes extremas. Durante la década anterior, un ruso llamado Ziolkovsky había escrito sobre temas muy parecidos, y no deja de ser un dato curioso que ya en aquella época Rusia y Norteamérica compitieran en el campo de la cohetería, sin saberlo ninguna de las dos.
Goddard fue el primero en poner en práctica la teoría. En 1923 probó su primer motor de cohete, utilizando combustibles líquidos (gasolina y oxígeno líquido). En 1926 lanzó el primer cohete. Su mujer le hizo una fotografía junto al artefacto: era un ingenio de 1,20 metros de alto, 15 centímetros de diámetro e iba sostenido por un bastidor parecido a un taca-taca de niño. Ese fue el abuelo de los grandes monstruos de Cabo Cañaveral.
Goddard consiguió que la Smithsonian Institution le concediera algunos miles de dólares para proseguir sus trabajos. En julio de 1929 lanzó un cohete algo mayor cerca de Worcester, Massachusetts. El nuevo modelo alcanzó más velocidad y altura que los anteriores; pero además llevaba a bordo un barómetro y un termómetro, así como una cámara para fotografiar ambos instrumentos. Fue el primer cohete que transportó instrumentos de medida.
Su fama de «chalado» que pretendía llegar a la luna (lo cual le dolía, porque detestaba la publicidad y lo único que le interesaba era estudiar la atmósfera superior) le trajo luego problemas. Tras el lanzamiento de su segundo cohete hubo llamadas a la policía, que le prohibió realizar ningún experimento más en Massachusetts.
Tuvo entonces Goddard la fortuna de que un filántropo llamado Daniel Guggenheim le diera suficiente dinero para poder montar una estación experimental en un lugar solitario de Nuevo Méjico, donde construyó cohetes aún más grandes y elaboró muchas de las ideas que hoy siguen explotándose en este campo. Diseñó cámaras de combustión de forma idónea y quemó gasolina con oxígeno con el fin de que la rápida combustión sirviera para refrigerar las paredes de la cámara. Inmediatamente vio que la raíz del problema era conseguir velocidades de combustión muy rápidas con respecto al cuerpo del cohete.
Entre 1930 y 1935 lanzó cohetes que alcanzaron velocidades de hasta 880 kilómetros por hora y alturas de 2,5 kilómetros, y diseñó sistemas de guía y giroscopios para mantener el rumbo deseado.
Finalmente patentó la idea de los cohetes de fases múltiples.
El gobierno norteamericano nunca llegó a interesarse en sus trabajos; tan sólo le prestó apoyo durante la segunda guerra mundial, pero fue para que diseñara pequeños cohetes que ayudaran a despegar a la aviación desde el portaaviones.
Mientras tanto, un grupo de científicos construía en Alemania grandes cohetes basados en los principios de Goddard; así llegaron al V-2, que, de haber sido perfeccionado antes, podría haber dado la victoria a los nazis.
Cuando los expertos en cohetería alemanes llegaron a América después de la guerra y les preguntaron sobre su ciencia, contestaron mudos de asombro: pero ¿por qué no preguntan a Goddard?
Demasiado tarde; Goddard había muerto el 10 de agosto de 1945, justo en el momento en que comenzaba a despuntar la Era Atómica.
Hoy día vivimos en plena época de los descubrimientos de Goddard. Es imposible decir exactamente qué beneficios se derivarán de la conquista del espacio, pero lo que es seguro es que enriquecerá los conocimientos del hombre. Y también sabemos que cualquier incremento de los conocimientos ayuda a la humanidad, a veces por caminos impensados. (Ha habido casos en que el mal uso de los conocimientos ha perjudicado a la humanidad; pero eso es culpa de los hombres, no del conocimiento.)
Sea cual sea el futuro de los cohetes, el hecho es que comenzó con el pequeño cohete de Goddard, ése que se elevó 60 metros por encima de un campo nevado de Auburn.

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