viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( VII PARTE)

11.    Joseph Henry


















Uno de los momentos más dramáticos de la historia de los inventos norteamericanos ocurrió el 24 de mayo de 1844.
Desde Baltimore a Washington (unos 70 kilómetros) se había tendido una red eléctrica. En uno de los extremos, Samuel F. B. Morse, artista metido a inventor, apretaba y soltaba una palanca que cerraba y abría un circuito eléctrico; y lo hacía siguiendo un código de puntos y rayas que representaban las letras del alfabeto. A setenta kilómetros de allí, una barrita de hierro se alzaba y caía siguiendo exactamente las evoluciones del otro interruptor. La secuencia de puntos y rayas formaba un mensaje: «What hath God wrought» (¿Qué ha creado Dios?).
Así nació el telégrafo.
A Morse hay que reconocerle cierto mérito, porque durante años trabajó para conseguir que el telégrafo fuese un instrumento práctico, viajó por toda Europa para conseguir patentes y soportó desánimos y desazones intentando que el Congreso financiara sus experimentos.
Pero lo cierto es que el mérito de haber inventado el telégrafo no es suyo. Joseph Henry había construido años antes el mismo instrumento.
Joseph Henry nació en Albany, Nueva York, el 17 de diciembre de 1797, seis años antes de que naciera Michael Faraday en Inglaterra. La vida de ambos fue muy paralela.
Henry, lo mismo que Faraday, era de familia pobre. Al igual que éste, recibió una educación muy precaria y tuvo que ponerse a trabajar desde muy joven. Si Faraday había sido aprendiz de encuadernador, Henry lo fue a los trece años de relojero. Y en esto salió peor parado, porque no tenía el contacto con los libros que tuvo Faraday. O mejor dicho: no lo habría tenido, de no haber sido por un extraño accidente.
Cuenta la historia que a los dieciséis años, estando de vacaciones en la granja de unos parientes, Henry salió detrás de un conejo por los sótanos de una iglesia; faltaban algunas de las maderas del suelo y Henry abandonó la caza para explorar el templo.
Allí encontró una estantería con libros. Uno de ellos era de historia natural. Lleno de curiosidad comenzó a hojearlo. Bastó eso para encender en él la llama de la ambición, así que decidió volver a matricularse en la escuela.
Ingresó en la academia de Albany, obtuvo su título, enseñó en escuelas rurales y dio clases particulares para ganarse un sobresueldo. Estaba ya decidido a estudiar Medicina, cuando una oferta de empleo como supervisor le encauzó hacia la ingeniería. En 1826 estaba ya enseñando matemáticas y ciencias en la academia de Albany.
Henry empezó trabajando en el campo de la electricidad y el magnetismo, y ahí su vida vino a asemejarse aún más a la de Faraday. Descubrió por su cuenta el principio de la inducción electromagnética, independientemente de Faraday, y es probable que también descubriera la autoinducción antes que él. (La autoinducción es el voltaje inducido en una bobina, o en un alambre recto, justo después de cortar la corriente en el alambre. Esta «inercia» es consecuencia del colapso del campo magnético que acompaña a la corriente.) Pero el hecho es que Faraday publicó antes el descubrimiento, de manera que es él quien se lleva el mérito.
Henry se apartó luego de la línea de investigación de Faraday y empezó a especializarse en el magnetismo formado por corrientes eléctricas. El físico danés Hans Christian Oersted había demostrado en 1820 que una bobina de alambre por la que circula una corriente adquiere las propiedades de un imán. En 1825, un zapatero inglés llamado William Sturgeon, que tenía por hobby la electricidad, enrolló dieciocho vueltas de alambre de cobre alrededor de una barra de hierro dulce doblada en forma de herradura. Al pasar una corriente por el alambre, el hierro actuaba como un imán. Sturgeon inventó el nombre de «electroimán» para este dispositivo.
El artilugio de Sturgeon no era más que un juguete. Joseph Henry, sin embargo, oyó hablar de él en 1829 y convirtió el juego en un instrumento muy importante. Vuelta tras vuelta enrolló un largo alambre de cobre alrededor de la barra de hierro, y para obligar a la corriente a fluir por toda la longitud del alambre, sin pasarse de una vuelta a la siguiente, aisló todo el cable con una envoltura de seda.
Cada vuelta del alambre hacía más potente el imán. Utilizando la corriente de una batería ordinaria, consiguió levantar en 1831, en Princeton, más de 300 kilos de hierro con un electroimán. Y ese mismo año logró izar más de una tonelada de hierro en Yale.
Pero los electroimanes no eran sólo cuestión de fuerza bruta. Henry construyó algunos modelos pequeños, muy delicados, que servían para un control muy fino. Imaginemos que conectamos uno de estos electroimanes a un kilómetro de alambre, conectado a su vez a una batería; y supongamos que podemos enviar una corriente por el hilo al cerrar un interruptor y cerrar el circuito. Mientras fluye la corriente, puede hacerse que el electroimán, a un kilómetro de distancia, atraiga una pequeña barra de hierro. Si luego abrimos el interruptor y el circuito, el electroimán dejará de ser un imán y la barrita de hierro quedará libre. Cerrando y abriendo el interruptor en una secuencia determinada podemos hacer que la barra de hierro suba y baje siguiendo la misma secuencia. Justamente eso era lo que estaba haciendo Henry en 1831.
Ahora bien, la electricidad se debilita al fluir por un cable largo, y para subsanar este inconveniente Henry inventó el «relé». La corriente que llegaba al electro-imán tenía justo potencia bastante para levantar un pequeño interruptor de hierro. Este interruptor, al levantarse, cerraba un segundo circuito por el que pasaba una corriente mucho más intensa. La segunda corriente podía entonces activar un segundo electroimán que era capaz de realizar el trabajo que el primero no podía haber hecho.
Henry, sin embargo, no patentó sus electroimanes. Creía que las leyes de la ciencia y sus beneficios eran patrimonio de toda la humanidad y que no debían utilizarse para provecho de un solo individuo. Eso permitió a los inventores utilizar libremente su electroimán para construir instrumentos que, ellos sí, patentaron.
Morse, por ejemplo, patentó su telégrafo de electro-imán, que funcionaba con el mismo principio que el de Henry. Y cuando otros intentaron utilizar el telégrafo de Morse sin su autorización, se justificaron diciendo que había sido Henry, y no Morse, quien lo había inventado. Pero los tribunales fallaron a favor de Morse.
Alexander Graham Bell utilizó también un pequeño electroimán en su teléfono. El invento de Bell habría sido imposible sin los descubrimientos de Henry.
Henry utilizó en 1829 el electroimán para hacer rotar rápidamente un disco entre polos magnéticos mientras pasaba la corriente, y en 1831 describió el aparato. Era como el generador que había inventado Faraday, sólo que a la inversa: en el generador, un rotor convierte fuerza mecánica en electricidad; en el dispositivo de Henry se utiliza ese rotor para convertir electricidad en fuerza mecánica. Henry había inventado el «motor» eléctrico.
Tanto los electroimanes como el motor de Henry se siguen utilizando hoy día con muy pocas modificaciones sustanciales.
Henry se convirtió en diciembre de 1846 en el primer secretario de la Smithsonian Institution, recién formada en Washington con fondos donados por el inglés Smithson. Así se abrió una nueva etapa de su vida, porque desde entonces Henry se convirtió en administrador científico. Y en este terreno también destacó. Hizo de la Institución un foco de intercambio de conocimientos científicos, promoviendo la comunicación científica de un extremo de la tierra al otro. Henry fue un hombre de ciencia norteamericano con reputación internacional, el primero de su especie desde Benjamín Franklin.
Dentro de las fronteras de su país también promovió el crecimiento de nuevas ciencias. Se interesó, por ejemplo, en la meteorología, la ciencia de las condiciones climatológicas y de su predicción, y utilizó los recursos de la Smithsonian Institution para establecer un sistema de información meteorológica desde todos los puntos de la nación. (Henry fue el primero que utilizó el telégrafo —cuyo conocimiento él mismo había hecho posible— para este fin.) A partir de allí se creó la Oficina Meteorológica de los Estados Unidos.
La mayoría de la gente piensa que la guerra científica es un producto del siglo xx. Lo cierto es que ya en la Guerra Civil de los Estados Unidos el gobierno era consciente de la importancia de la ciencia. Y fue Joseph Henry quien encabezó la movilización científica de la Guerra Civil.
Diríase que Henry pasó gran parte de su vida viendo cómo otros se adjudicaban méritos que eran en parte suyos: Faraday, la inducción; Morse, el telégrafo; Bell, el teléfono. Incluso en el caso de la Oficina Meteorológica fue otro, Cleveland Abbe, quien acabó llevándose su paternidad.
Pero tampoco es que a Henry se le ignorara. Cuando murió —el 13 de mayo de 1878, en Washington— asistieron al funeral altos cargos oficiales, entre ellos el presidente Rutherford B. Hayes. Y en el Congreso Internacional sobre Electricidad, celebrado en 1893 en Chicago, se le reconoció oficialmente como el descubridor de la autoinducción. Oficialmente se decidió también llamar, en su honor, «henry» a la unidad de medida de la inductancia, unidad que sigue existiendo hoy día.
Los descubrimientos de Faraday permitieron producir electricidad a bajo coste y llevaron la Revolución Industrial de las fábricas a los hogares. Pero aun cuando ahora podía llevarse electricidad a las casas en cualquier cantidad imaginable, de nada hubiese servido de no ser por los electroimanes y motores de Henry. La energía del motor eléctrico es indispensable en los refrigeradores, lavadoras, secadoras, batidoras, máquinas de escribir eléctricas, máquinas de coser eléctricas y, en general, casi en cualquier máquina eléctrica que tenga partes móviles.
Hay veces en que sólo interviene el electroimán: actúa sobre una pieza de metal para controlar un circuito eléctrico. Es el caso del teléfono, por ejemplo.
El descubrimiento de Faraday nos proporcionó la electricidad. El de Henry nos dio instrumentos y herramientas que funcionan con ella. Ambos fueron los padres del sinfín de adminículos que llenan nuestras casas y hacen que nuestra vida v nuestro ocio sean más interesantes.

12.    Henry Bessemer


















Henry Bessemer había inventado un tipo nuevo de proyectil que, al girar en vuelo, daba a las piezas de artillería un alcance mayor y una precisión hasta entonces desconocida.
Napoleón III, nuevo emperador de Francia, mostró interés en el invento y se ofreció para financiar nuevos experimentos. Bessemer (que era inglés, aunque hijo de francés) accedió, pero advirtió que el nuevo proyectil requeriría cañones de un material mejor que el hierro fundido que por entonces se conocía: un cañón de hierro fundido estallaría bajo la gran presión explosiva que hacía falta para disparar el nuevo proyectil.
Bessemer no sabía nada de la manufactura del hierro, pero decidió aprenderlo. Así fue como en 1854 terminó una era y comenzó otra nueva.
Henry Bessemer, que había nacido en Inglaterra el 19 de enero de 1813, contaba ya en su haber con una serie de inventos; pero al lado de la empresa que estaba a punto de atacar eran simples bagatelas.
Durante más de dos mil años, el hombre había utilizado el hierro como el metal común más duro y resistente que conocía. Se obtenía calentando mineral de hierro con coque y caliza. El producto resultante contenía gran cantidad de carbono (del coque) y recibía el nombre de «hierro fundido» o «fundición». Era barato y duro, pero también quebradizo; bastaba un golpe fuerte para partirlo.
El carbono era posible eliminarlo del hierro fundido a base de mezclarlo con más mineral de hierro. El oxígeno del mineral se combinaba con el carbono del hierro fundido y formaba monóxido de carbono gaseoso, que se desprendía en burbujas y ardía. Atrás quedaba el hierro casi puro, procedente del mineral y del hierro fundido: es lo que se llamaba «hierro forjado» o «hierro pudelado». Esta forma del hierro era resistente y aguantaba golpes fuertes sin partirse. Pero era bastante blando y además caro.
Sin embargo, había otra forma de hierro que estaba a mitad de camino entre el arrabio y el hierro forjado: el acero. El acero podía hacerse más fuerte que el arrabio y más duro que el hierro forjado, combinando así las virtudes de ambos. Antes de Bessemer, había que convertir primero el arrabio en hierro forjado y añadir después los ingredientes precisos para conseguir el acero. Si el hierro forjado era ya caro, el acero lo era el doble. Metal bastante escaso, se utilizaba principalmente para fabricar espadas.
La tarea que se propuso Bessemer fue la de eliminar el carbono del arrabio a precios moderados. Pensó que el modo más barato y fácil de añadir oxígeno al hierro fundido para quemar el carbono era utilizar un chorro de aire en lugar de añadir mineral de hierro. Pero el aire ¿no enfriaría el hierro fundido y lo solidificaría?
Bessemer empezó a experimentar y no tardó en demostrar que el chorro de aire cumplía su propósito. El aire quemaba el carbono y la mayor parte de las demás impurezas, y el calor de la combustión aumentaba la temperatura del hierro. Controlando el chorro de aire, Bessemer consiguió fabricar acero a un coste bastante inferior al de los anteriores métodos.
En 1856 anunció los detalles del método. Los industriales siderúrgicos estaban entusiasmados e invirtieron fortunas en «hornos altos» para manufacturar acero por el nuevo sistema. Imaginaos su horror cuando descubrieron que el producto era de ínfima calidad; Bessemer, acusado de haberles tomado el pelo, volvió a los experimentos.
Resultó que en este método no se podía utilizar mineral que contuviera fósforo; el fósforo quedaba en el producto final y hacía que el hierro fuese quebradizo. Y había dado la casualidad de que Bessemer utilizara mineral de hierro libre de fósforo en sus experimentos.
Anunció este hallazgo, pero los industriales no prestaban ya oídos: estaban hasta la coronilla de los hornos de Bessemer. Así que éste pidió dinero prestado e instaló sus propias acerías en Sheffield, Inglaterra, en 1860. Importó mineral sin fósforo de Suecia y comenzó a vender acero de alta calidad a 100 dólares menos la tonelada que ninguno de sus competidores. Aquello acabó con toda reticencia.
Hacia 1870 se hallaron métodos de resolver el problema del fósforo, lo cual permitió aprovechar los vastísimos recursos norteamericanos de mineral de hierro. Bessemer fue ennoblecido en 1879 y murió en Londres, rico y famoso, en 1898.
El acero barato permitió construir obras de ingeniería que hasta entonces no se habían podido ni soñar. Las vigas de acero se podían utilizar ahora como esqueletos para sostener cualquier cosa imaginable. Los ferrocarriles comenzaron a recorrer continentes enteros sobre carriles de acero y grandes navíos de acero empezaron a surcar los océanos. Los puentes colgantes salvaban ríos, los rascacielos iniciaron su escalada a las alturas, los tractores eran ahora más fuertes, y no tardaron en aparecer los automóviles con bastidores de acero. Y en el mundo de la guerra empezaron a tronar cañones más potentes que ponían a prueba nuevos blindajes, más resistentes.
Murió así la Edad del Hierro y comenzó la del Acero. Hoy día el aluminio, el vidrio y el plástico han impuesto su ley allí donde la ligereza importa más que la resistencia. Pero cuando lo que interesa es este factor, seguimos viviendo en la Edad del Acero.

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