viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( IX PARTE)

15.    Gregor Johann Mendel


















En el año 1900, tres científicos convergieron en una encrucijada de la investigación: cada uno de ellos, sin previo conocimiento de la labor de los otros dos, había hallado las reglas que gobiernan la herencia de caracteres físicos por los seres vivos. Los tres hombres eran Hugo de Vries, holandés; Carl Correns, alemán, y Erich Tschermak, austrohúngaro.
Los tres se aprestaron a anunciar al mundo su descubrimiento, mas no sin hojear antes diversas publicaciones científicas y comprobar si había trabajos anteriores en ese campo. Su asombro fue mayúsculo cuando encontraron un increíble artículo de un tal Gregor Johann Mendel, en un ejemplar de una oscura publicación de hacía treinta y cinco años. Mendel había observado en 1865 todos los fenómenos que los tres científicos se disponían a exponer en 1900.
Los tres tomaron la misma decisión, y con una honradez que es una de las glorias de la historia científica abandonaron toda pretensión de originalidad y llamaron la atención sobre el descubrimiento de Mendel. Los tres se limitaron a exponer su labor como mera confirmación.
Gregor Johann Mendel nació en 1822 en el seno de una familia campesina. Su vida transcurrió tranquila y sin grandes avatares (exceptuando su gran descubrimiento); primero fue monje y más tarde abad en el monasterio de agustinos de Bruenn, Austria. (La ciudad se llama hoy Brno y pertenece a Checoslovaquia.)
Mendel tenía dos aficiones, la estadística y la jardinería, y de la combinación de ambas sacó buen partido. Desde 1857, y durante ocho años, se dedicó a cultivar guisantes. Con sumo cuidado autopolinizó varias plantas, cerciorándose de que las semillas así obtenidas heredasen sólo las características de uno de los padres. Pacientemente fue recogiendo las semillas producidas por cada planta autopolinizada, las plantó una por una y estudió la nueva generación.
Comprobó que si plantaba semillas de guisantes enanos sólo crecían guisantes enanos. Y las semillas producidas por esta segunda generación también daban guisantes enanos exclusivamente. Las plantas enanas del guisante se reproducían «fielmente», digámoslo así.
Las semillas de las plantas grandes de guisante no siempre se comportaban de esa manera. Algunas de ellas (aproximadamente un tercio de las que crecían en el jardín) se reproducían fielmente y daban plantas grandes en todas las generaciones. Pero no así en el resto, que era la mayoría. Las semillas de algunas de ellas daban plantas grandes, mientras que las de otras engendraban plantas enanas. Y estas semillas producían siempre tres veces más de las primeras que de las segundas.
Evidentemente, había dos clases de plantas grandes del guisante: las que se reproducían fielmente y las que no.
Mendel avanzó entonces otro paso. Cruzó plantas enanas con plantas grandes de las que se reproducían fielmente. Las semillas serían ahora el producto de dos progenitores desiguales. ¿Qué pasaría? Los descendientes ¿serían unos enanos v otros grandes?
Pues no; cada una de esas semillas «híbridas» engendró una planta grande. Parecía que la característica del enanismo había desaparecido.
Mendel autopolinizó luego cada una de las plantas híbridas y estudió los resultados: los descendientes eran todos ellos del tipo de reproducción infiel. Una cuarta parte de las semillas engendraron plantas enanas de reproducción fiel; otra cuarta parte dio lugar a plantas grandes de reproducción fiel; y la mitad restante engendró plantas grandes de reproducción infiel.
Es claro que las plantas grandes de reproducción infiel albergan en sí ambas características, la de planta grande y la de planta enana. Cuando se hallaban presentes ambas características, sólo se ponía de manifiesto la del tamaño grande, que era, por tanto, «dominante». Pero el enanismo, aunque era «recesivo» y no visible, seguía estando allí y aparecía en la siguiente generación.
Mendel halló así su «primera ley de la herencia». Estudió también la herencia de otras características y elaboró las correspondientes reglas.
Pero Mendel era sólo un aficionado y no logró que ningún científico importante se interesara en su trabajo. Publicó un artículo en un pequeño periódico local y nadie le prestó atención. Y así pasó inadvertido durante treinta y cinco años.
Mendel murió en 1884, sin proseguir el trabajo que había terminado en 1865 y sin ver reconocida su labor.
La ciencia que fundó Mendel se llama hoy día «genética». Es una ciencia joven, en la que quedan muchas cosas por descubrir. El estudio detenido de cómo se heredan ciertas anomalías físicas ayudará algún día a los médicos a recomendar o desaconsejar ciertos matrimonios, así como a prever la posible aparición de enfermedades como la diabetes en una persona concreta.
La genética mira tanto hacia el pasado como hacia el futuro. El estudio, por ejemplo, de la distribución de los grupos sanguíneos heredados revela hasta cierto punto las rutas que siguió el hombre primitivo en sus migraciones. Por otro lado, la genética de los microorganismos ha adquirido una importancia singular. La manera en que se hereda la capacidad de realizar ciertas síntesis químicas en diversos hongos y bacterias ha revelado a los bioquímicos los caminos exactos por los que se forman determinadas sustancias químicas del cuerpo. Por un trabajo de este tipo recibieron el Premio Nobel los doctores G. M. Beadle y E. L. Tatum.













16.   Roentgen y Becquerel

















El profesor Wilhelm Roentgen estaba fascinado con ese resplandor misterioso que salía del tubo de vacío (un tubo del que se había extraído el aire por bombeo) al producirse una descarga eléctrica.
La extraña luz en el interior del tubo parecía salir del electrodo negativo o «cátodo», por lo que el fenómeno recibió el nombre de «rayos catódicos». Al golpear los rayos contra el vidrio del tubo, éste resplandecía con luz verdosa. Y algunas sustancias químicas, colocadas cerca del tubo, resplandecían con luz aún más brillante que la del vidrio.
Roentgen tenía especial interés en estudiar esa luminiscencia. El 5 de noviembre de 1895 metió el tubo de rayos catódicos en una caja de cartulina negra y oscureció la habitación, con la idea de observar la luminiscencia sin perturbaciones de luces exteriores.
Conectó la electricidad e inmediatamente observó un destello luminoso que no provenía del tubo. Fue a inspeccionar y comprobó que a bastante distancia del tubo había una hoja de papel recubierta de platinocianuro de bario, que utilizaba en sus experimentos porque esta sustancia resplandecía al colocarla cerca del tubo de rayos catódicos. Pero en las condiciones en que estaba trabajando ahora, con el tubo dentro de la caja de cartón, ¿por qué relucía?
Roentgen desconectó la electricidad: el papel recubierto se oscureció. Volvió a conectarla: el papel volvió a relucir. Se trasladó a la habitación vecina con el papel en la mano, cerró la puerta y volvió a conectar la electricidad: el papel seguía brillando mientras el tubo estuviera en funcionamiento. Había descubierto algo invisible que se dejaba «sentir» a través del cartón y de las puertas.
Otro científico le preguntó años más tarde sobre esa experiencia: «¿Qué pensabas?» Y Roentgen le contestó: «No pensaba. Experimentaba.» La respuesta de Roentgen fue una respuesta a bocajarro, claro está, porque pensar sí que pensaba... y muy profundamente.
Wilhelm Conrad Roentgen nació el 27 de marzo de 1845 en Lennep, una pequeña ciudad de la región del Ruhr, al oeste de Alemania. Durante la mayor parte de su juventud vivió, sin embargo, fuera de Alemania; recibió su educación en Holanda y fue a la universidad en Zurich, Suiza.
El trabajo de su vida no lo halló hasta después de terminar sus estudios universitarios. En 1868 se licenció en ingeniería mecánica. Luego decidió cursar estudios superiores en Zurich, donde conoció al famoso físico August Kundt. A su lado Roentgen empezó a trabajar en física y se doctoró en este campo. Profesor y estudiante trabajaron desde entonces durante seis años, hombro con hombro.
Kundt ocupó sucesivamente una serie de puestos en Alemania y Roentgen le acompañó. Poco después Roentgen estaba ya enseñando e investigando por su cuenta.
Roentgen fue subiendo puestos dentro de su profesión. En 1888 se creó un nuevo instituto de física en la Universidad de Würzburg, en Baviera, y le ofrecieron el cargo de director. Fue allí donde descubrió los rayos penetrantes y donde adquirió fama mundial.
Los misteriosos rayos que hacían que ciertas sustancias químicas resplandecieran al otro lado de puertas y cartones recibieron el nombre de «rayos Roentgen» en honor de su descubridor. Roentgen, en atención a la naturaleza ignota de los rayos, los designó con el símbolo de lo desconocido: «rayos X». Ese es hoy el nombre más usual.
Roentgen siguió experimentando con gran entusiasmo y trató de ver qué espesor de distintos materiales podían atravesar los rayos X. Descubrió que los rayos eran capaces de velar una placa fotográfica, igual que 1% luz del sol. Cuando publicó los resultados el 28 de diciembre de 1895, dejó asombrado al mundo científico.
Algunos físicos cayeron entonces en la cuenta de que en sus trabajos se habían cruzado alguna vez con estos rayos misteriosos. William Crookes, un científico inglés que había trabajado con rayos catódicos, había notado en varias ocasiones que se le velaban las placas fotográficas cercanas. Pero pensando que era un accidente, no prestó mayor atención. Y el físico americano A. W. Goodspeed obtuvo, en 1890, lo que hoy llamamos una fotografía de rayos X; pero el fenómeno no le interesó lo bastante para estudiarlo y comprobar su naturaleza.
La labor de Roentgen prendió en la imaginación del científico francés Henri Antoine Becquerel, siete años más joven que aquél. Becquerel era hijo de un célebre científico que había estudiado cierto tipo de luminiscencia llamado «fluorescencia». Los materiales fluorescentes resplandecían al exponerlos a la luz ultravioleta (o a la luz del sol, que también contiene rayos ultravioletas).
Becquerel se preguntó si esta fluorescencia no albergaría los misteriosos rayos X. En febrero de 1896 envolvió una placa fotográfica en papel negro, la colocó a la luz del sol y puso encima del papel un cristal de una sustancia fluorescente en la que su padre había mostrado especial interés: un compuesto de uranio.
Al revelar la película, Becquerel vio que estaba velada. La luz del sol no podía atravesar el papel negro, pero los rayos X sí. Becquerel llegó a la conclusión de que la sal de uranio emitía rayos X al fluorescer.
Luego se nubló el cielo durante unos días y Becquerel no pudo proseguir sus experimentos. Hacia el 1 de marzo no aguantaba ya de impaciencia. Los cristales y las placas fotográficas envueltas yacían hacía días en el cajón de la mesa. Becquerel decidió revelar de todos modos algunas de las películas: podía ser que persistiera un poco de la fluorescencia original, que hubiera un velado débil pese a que los cristales no habían estado expuestos a la luz solar durante días; al menos dejaba de estar con los brazos cruzados.
Su asombro fue grande al comprobar que la película estaba tan velada como en otras ocasiones. En seguida vio que la exposición a la luz del sol era innecesaria. Las sales de uranio emitían constantemente radiación, incluso más penetrante que los rayos X.
En 1897 quedó aclarada la naturaleza de los rayos catódicos. J.J. Thomson, el físico inglés, demostró que los rayos eran partículas diminutas que se movían a velocidades de vértigo. Y además eran mucho más pequeñas que los átomos. Fueron las primeras «partículas subatómicas» que se descubrieron, y se les dio el nombre de «electrones».
Cuando estos electrones chocaban contra un átomo, liberaban una forma de energía parecida a la luz ordinaria, sólo que más energética y penetrante. Estos veloces electrones (o rayos catódicos), al chocar contra el ánodo de un tubo de rayos catódicos, producían rayos X. Y los rayos X eran parte del espectro electromagnético, del que la luz visible es otra porción.
En cuanto a los rayos que Becquerel descubrió que emitía el uranio, resultó que consistían en tres partes. La porción más penetrante, llamada radiación gamma, era semejante a los rayos X, pero más energética. El resto de la radiación estaba compuesto de electrones y núcleos de helio.
La física experimentó una revolución total. Hasta 1896 se pensaba que el átomo era una partícula diminuta e indivisible, la porción más pequeña de materia. De pronto se descubría que estaba compuesto de partículas aún menores, que poseían extrañas propiedades. Algunos átomos, como los de uranio, incluso se desintegraban motu propio en átomos más sencillos.
Esta prueba de que los átomos se desintegran y emiten electrones inauguró todo un mundo nuevo en la ciencia. Luego siguieron sesenta años de rápidos progresos que condujeron a la física nuclear y a la exploración del átomo.
Desde el punto de vista de la ciencia pura, el descubrimiento de Roentgen fue de inmensa importancia. Pero antes de que esto se le hiciera claro al hombre de la calle, hubo un avance inmediato en la medicina que afectó a casi todo hijo de vecino.
Los rayos X atraviesan fácilmente los tejidos blandos del cuerpo, pero son detenidos en gran parte por los huesos y totalmente por los metales. Los rayos X, al atravesar el cuerpo e impresionar una película fotográfica colocada detrás, dan un gris claro allí donde han sido interceptados por los huesos, y un gris más oscuro, en distintas tonalidades, en los demás lugares.
.Los médicos hallaron aquí un medio de mirar dentro del cuerpo humano de una manera rápida, fácil y, sobre todo, sin necesidad de operar. Con los rayos X se podían descubrir pequeñas fisuras en los huesos, trastornos en las articulaciones, focos de tuberculosis en los pulmones y objetos extraños en el estómago; en resumen: el médico tenía en sus manos algo así como un ojo mágico. Cuatro días después de llegar a América la noticia del descubrimiento de Roentgen, se utilizaron allí los rayos X para localizar una bala en la pierna de un paciente. Y también el dentista tuvo a partir de entonces un ojo mágico. Con la radiación invisible de Roentgen podía detectar el comienzo de una caries, por ejemplo.
Los rayos X (y los gamma) son capaces de matar tejido vivo; enfocados convenientemente pueden matar células cancerosas a las que no tiene acceso el bisturí del cirujano. Hoy día se sabe, sin embargo, que hay que utilizarlos con precaución y sólo en caso de necesidad.
Los rayos X encuentran también aplicación en la industria. En estructuras metálicas son capaces de detectar defectos internos que de otro modo serían invisibles. En química se utilizan para investigar la estructura atómica de cristales y de moléculas proteínicas complejas. En ambos casos abren nuevas ventanas a lo que hasta entonces permanecía oculto.
Aunque suene a paradoja, gracias a Roentgen podemos utilizar lo invisible para hacer visible lo invisible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario