viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( X PARTE)

17.   Thomas Alva Edison


















A medida que avanzó la Revolución Industrial durante el siglo XIX, las casas y las ciudades del mundo occidental crecieron y se hicieron más prósperas. Pero durante las horas de oscuridad se necesitaba una luz mejor. Todo el alumbrado era de gas, y la llama inquieta que se obtenía por este sistema no proporcionaba luz suficiente. La llama abierta aumentaba además el peligro de fuego, y un escape de gas podía' ser fatal.
Otra fuente de energía era la electricidad, y nadie ignoraba que los cables eléctricos se calentaban al pasar la corriente. ¿No podría calentarse un hilo hasta la incandescencia y utilizarlo para alumbrar?
Durante los setenta y cinco primeros años del siglo xix hubo muchos inventores que intentaron utilizar la electricidad para producir luz. Unos treinta inventores o aprendices de inventores llegaron, lo intentaron y fracasaron. La teoría era clara y elemental, pero parecía imposible superar las dificultades prácticas.
Thomas Alva Edison, que a la sazón contaba treinta y un años, anunció en 1878 que iba a abordar el problema. Inmediatamente se propagó la noticia por todo el mundo. La fe que la gente tenía depositada en su capacidad era tan absoluta, que las acciones del gas de alumbrado bajaron en las Bolsas de Nueva York y Londres. Y es que Edison acababa de hacer hablar a una máquina. Sus prodigios habían convencido a la gente de que podía inventar cualquier cosa.
Thomas A. Edison nació en Milán, Ohio, el 11 de febrero de 1847. De pequeño no mostró ningún signo de genialidad; todo lo contrario: su curiosa manera de formular preguntas pasaba por una «rareza» entre los vecinos. Y su maestro de escuela le llamó en cierta ocasión «cabeza de chorlito». La madre de Edison, que también había sido maestra, montó en cólera y sacó inmediatamente al joven Tom de la escuela.
Tom Edison halló su verdadera escuela en los libros y en sus manos. Leía cuanto caía bajo su vista, fuese cual fuere el tema, y la naturaleza insólita de su mente empezó ya a despuntar. Retenía casi todo lo que leía, y poco a poco aprendió a leer a la misma velocidad con que pasaba las páginas.
Al mismo tiempo que empezó a frecuentar los libros de ciencias comenzó también a experimentar. Para desesperación de su madre montó un laboratorio de química en su casa, pero los productos y los materiales eran caros y no tardó en convencerse de que tenía que ganarse los cuartos por su cuenta.
En primer lugar intentó cultivar hortalizas para vender. Más tarde, a los catorce años, obtuvo un empleo de vendedor de periódicos en el tren que iba de Port Hurón a Detroit (el tiempo de parada en Detroit lo pasaba en la biblioteca); pero como los ingresos no le llegaban, compró una imprentilla de segunda mano y empezó a publicar un semanario. Muy pronto llegó a vender 400 ejemplares de cada número entre los pasajeros del tren.
Con el dinero que ganó instaló un laboratorio de química en el furgón de equipajes, donde podía experimentar a sus anchas. Pero las cosas se torcieron, porque un día, al pasar por un tramo algo irregular, se volcó un matraz lleno de fósforo y provocó un incendio. Aunque se logró apagar el fuego, el conductor, enfurecido, cogió a Edison por las orejas y le puso, junto con el laboratorio, fuera del tren. Allí acabó la aventura.
Edison sufrió por aquella época otro golpe de mala suerte. En cierta ocasión intentó coger un tren en marcha, pero se quedó colgado del estribo, con peligro de caerse y matarse. Uno de los empleados del tren le agarró por las orejas y le subió. Edison salvó la vida, pero a costa del delicado mecanismo del oído interno, quedando parcialmente sordo para siempre.
En 1862 comenzó otra fase de su vida. Un buen día el joven Tom, que tenía entonces quince años, viendo que un vagón de mercancías se abalanzaba sobre un niño que jugaba entre las vías, corrió como una centella hacia el infortunado y le puso fuera de peligro. El padre, lógicamente agradecido, no tenía dinero con qué premiar a Tom, así que se ofreció para enseñarle telegrafía. Para Edison aquello valía más que cualquier fortuna.
Edison se convirtió en uno de los telegrafistas más rápidos de su tiempo. Cuentan que trabajaba de forma tan automática, que cuando recibió por telégrafo la noticia de que habían asesinado a Lincoln, tomó el mensaje mecánicamente, sin darse cuenta de lo que había sucedido.
En 1868 marchó a Boston, donde se colocó de telegrafista. Los demás empleados de la oficina quisieron pasar un buen rato a costa del joven provinciano y le pusieron a tomar los mensajes enviados por el teclista más rápido de Nueva York. Edison recogió sin fatiga todo cuanto salía del hilo. Al terminar, todos le vitorearon.
Edison patentó aquel mismo año su primer invento —un dispositivo para registrar mecánicamente los votos del Congreso—, pensando que así se abreviarían los trámites legislativos. Uno de los diputados le dijo, sin embargo, que no había ningún deseo de acelerar los trámites; las votaciones lentas eran, a veces, una necesidad política. A partir de entonces, Edison decidió no inventar jamás nada sin estar seguro de que se necesitaba.
En 1869 marchó a Nueva York para buscar empleo. Mientras esperaba en la oficina de colocación a que le entrevistaran se estropeó una de las máquinas del telégrafo. Era un aparato que transmitía los precios del oro y de él dependían verdaderas fortunas; de pronto había dejado de funcionar y nadie sabía por qué. La oficina era un verdadero galimatías, y ninguno de los mecánicos acertaba con la avería. Edison inspeccionó la máquina y con toda calma dijo que sabía dónde estaba el fallo.
«Pues venga, arréglala», le gritó el jefe, fuera de sí. Edison lo hizo en cuestión de minutos y consiguió un empleo mejor pagado que ninguno de los que había tenido hasta entonces. Pero no duró mucho tiempo, porque al cabo de pocos meses decidió convertirse en inventor profesional. Para ello comenzó por un indicador de cotizaciones eléctrico y automático que había diseñado durante su estancia en Wall Street; el aparato servía para tener informados a los agentes de Bolsa de los precios de las acciones.
Edison fue a ofrecer el invento al presidente de una gran empresa de Wall Street; pero dudaba entre pedir 3.000 dólares o arriesgarse a subir hasta 5.000. Cuando llegó el momento, perdió los nervios y dijo: «Hágame usted una oferta.» El hombre de Wall Street respondió: «¿Qué le parecen 40.000 dólares?»
A sus veintitrés años, Edison estaba metido de hoz y coz en los negocios. Durante los seis años siguientes trabajó en Newark, New Jersey, inventando, trabajando veinte horas al día, durmiendo a salto de mata y formando un grupo competente de ayudantes. Y, no se sabe cómo, encontró también tiempo para casarse.
El dinero le llegaba a espuertas, pero para Edison el dinero era sólo algo para invertir en nuevos experimentos.
En 1876 montó un laboratorio en Menlo Park, New Jersey, destinado a ser una «fábrica de inventos». Su idea era sacar un nuevo invento cada diez días. El «Mago de Menlo Park» (así se le llamaba) patentó antes de su muerte más de mil, proeza que ningún inventor ha igualado ni de lejos.
Desde Menlo Park, Edison mejoró el teléfono y lo transformó en un instrumento práctico. Y allí inventó lo que sería su creación favorita: el fonógrafo. Recubrió un cilindro con una lámina de cinc, colocó encima una aguja flotante y conectó un receptor para transportar las ondas sonoras a la aguja y desde la aguja. Finalmente, anunció que la máquina hablaría.
Aquello movió a risa a sus colaboradores, incluido el mecánico que había construido la máquina según las especificaciones de Edison. Pero fue éste quien rió el último. Mientras el cilindro recubierto de cinc giraba bajo la aguja, Edison pronunció unas palabras en el receptor; luego colocó la aguja al comienzo del cilindro y salieron las palabras que había pronunciado: «Mary had a little lamb, its fleece was white as snow» (Mary tenía un corderito, de lana tan blanca como la nieve.)
«Gott im Himmel», exclamó el mecánico que había construido la máquina.
¡Una máquina que hablaba! El mundo entero quedó asombrado; no había duda de que Edison era un mago, así que cuando a continuación anunció que inventaría la luz eléctrica, todos le creyeron.
Pero esta vez Edison había subestimado las dificultades. Durante un tiempo pareció que iba a fracasar, pues le costó un año y 50.000 dólares comprobar que los hilos de platino no servían.
Tras cientos de experimentos halló lo que buscaba: un hilo que se pusiera incandescente sin fundirse ni romperse. Y para eso ni siquiera hacía falta un metal, bastaba un hilo de algodón carbonizado; un frágil filamento de carbono.
El 21 de octubre de 1879 montó Edison uno de esos filamentos en una bombilla, que lució ininterrumpidamente durante cuarenta horas. ¡Había nacido la luz eléctrica! El día de Nochevieja de ese año se iluminó eléctricamente la calle principal de Menlo Park, como demostración pública Periodistas de todo el mundo acudieron a cubrir el acontecimiento y a maravillarse ante el más grande inventor de la historia.
Aquel fue el auge de la vida de Edison. Nunca volvió a alcanzar cotas parecidas, aunque siguió trabajando durante más de medio siglo. Aun así patentó inventos cruciales que allanaron el camino del cinematógrafo y de toda la industria de la electrónica. Hasta su muerte a los ochenta y cuatro años, ocurrida el 18 de octubre de 1913, el taller de Edison fue un caudal inagotable de inventos.
Quizá no sea preciso decir que Edison no fue un científico; tan sólo descubrió un nuevo fenómeno, el efecto Edison, que patentó en 1883. El efecto consistía en el paso de electricidad desde un filamento a una placa metálica dentro de un globo de lámpara incandescente. El descubrimiento recibió poco eco en su tiempo, y ni siquiera Edison prosiguió su estudio; pero fue el germen de la válvula de radio y de todas las maravillas electrónicas de hoy.
El conocimiento abstracto no le interesaba; era un hombre práctico que quería transformar descubrimientos teóricos en artilugios útiles.
Pero quizá tampoco sean los inventos en sí lo que hay que destacar entre las aportaciones de Edison a nuestras vidas. Porque aunque es cierto que hoy disfrutamos del fonógrafo, del cine, de la luz eléctrica, del teléfono y de mil cosas más que él hizo posibles o a las que dio un valor práctico, hay que admitir que, de no haberlas inventado él, otro lo hubiera hecho, tarde o temprano; eran cosas que «flotaban en el aire».
No; Edison hizo algo más que inventar, y fue que dio al proceso de invención un carácter de producción en masa. La gente creía antes que los inventos eran golpes de suerte. Edison sacaba inventos por encargo y enseñó a la gente que no eran cuestión de fortuna ni de conciliábulo de cerebros. El genio, decía Edison, es un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de perspiración. Inventar exigía trabajar duro y pensar firme.
Y así es cómo la gente comenzó a habituarse a que los inventos y los perfeccionamientos fueran lloviendo en la vida cotidiana como el fenómeno más natural del mundo; se hizo a la idea del progreso material y empezó a dar por descontado que los científicos, ingenieros e inventores no pararían de encontrar maneras nuevas y mejores de hacer las cosas.
Es difícil decir cuál de los inventos de Edison fue su máxima aportación. Su contribución a la ciencia fue la idea general de un progreso continuo e inevitable, materializado gracias a esforzados investigadores que trabajan en grupo o en solitario, con el objetivo de ensanchar el horizonte del hombre.




































18.   Darwin y Wallace


















Uno de los libros más asombrosos que jamás se hayan escrito apareció en 1859, hace más de un siglo. Sólo se tiraron 1.250 ejemplares, y al día siguiente de salir a la calle no quedaba ni uno en las librerías. Se hicieron reimpresiones y desaparecieron con la misma celeridad.
El libro desató una enconada batalla de polémicas, donde fue objeto de ataques y de defensas; pero, finalmente, se alzó con la victoria. El libro es científico y no fácil de leer, y en algunos puntos está ya anticuado, pero jamás perdió popularidad.
El título completo es Sobre el origen de las especies a través de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Hoy día lo conocemos sencillamente por El origen de las especies. El autor era un naturalista inglés, de nombre Charles Robert Darwin.
Charles Robert Darwin nació en Inglaterra, el 12 de febrero de 1809 (el mismo día que, en una lóbrega choza de los bosques americanos, nació Abraham Lincoln). Darwin, a diferencia de Lincoln, nació en el seno de una
distinguida familia, rodeado de comodidades. El padre y el abuelo de Darwin eran médicos, y su abuelo Erasmus Darwin era también poeta y naturalista.
La educación académica de Darwin apuntó en un principio hacia la Medicina, e incluso llegó a marchar a Edimburgo para iniciar su formación médica. Pronto comprobó que aquello no le interesaba. Sin embargo, fue en aquella época cuando conoció y trabó amistad con varios científicos y descubrió que quería ser naturalista, como su abuelo.
Su vida dio el giro decisivo en 1831, cuando se enroló en el Beagle, un buque que estaba haciendo un periplo de cinco años por todo el mundo para explorar diversas costas y engrosar los conocimientos geográficos de aquel entonces. Darwin se enroló en calidad de naturalista, encargado de estudiar la vida animal y vegetal de lugares remotos.
La primera escala fue Tenerife, en las islas Canarias, y Brasil la segunda. Darwin capturó allí insectos y ñandús (grandes aves que han perdido la capacidad de vuelo). A medida que fueron bajando hacia el Sur observó que con el cambio de clima también cambiaban los tipos de plantas y animales. En la costa occidental de Sudamérica, donde el clima es distinto del de la oriental, observó muchos tipos que sólo se daban allí, y no en la otra costa. Por otro lado, desenterró esqueletos de animales fósiles que no eran iguales que los de la actualidad.
Darwin observó una cosa curiosa acerca de las «especies». (Una «especie» es una clase de planta o animal que sólo procrea entre individuos pertenecientes a ella. Los perros y los zorros son especies distintas, por ejemplo; pero en cambio no lo son los collies y los terrier.) Darwin observó que en las islas Galápagos (un grupo de islas frente a la costa de Ecuador, en Sudamérica) cada isla tenía su propia especie de pinzón (hoy se les sigue llamando «pinzones de Darwin»). Encontró nada menos que 14 tipos, cada uno de ellos ligeramente distinto de los demás. Unos tenían pico largo, otros corto, poco fino algunos, curvado otros, etc.
¿Por qué cada islote tenía su propia especie? ¿Sería que en un principio había una sola especie y que al vivir en islas distintas se había ramificado en varias, cada una de ellas provista de un pico especialmente apto para capturar el alimento (semillas, lombrices o insectos) de que se nutría ese tipo concreto de pinzón? Una especie ¿podía transformarse en otra?
Tras abandonar las islas Galápagos, el Beagle cruzó el Pacífico y recaló en diversos puertos e islas de Australia. Darwin se preguntó por qué el canguro, el vombat y el valabi vivían sólo en Australia y en ninguna otra parte, y lo explicó de la siguiente manera: Australia es una isla muy grande que en tiempos formaba parte de Asia hasta que el nivel del mar subió y la separó del continente. Al quedar así aislada, cambiaron los seres vivientes de la isla y aparecieron nuevas especies. Darwin llegó así a la conclusión de que las especies sí cambian.
Finalizado el viaje, Darwin dedicó muchos años a estudiar estos cambios en las especies. Hasta aquel momento eran muy pocos los que creían en la posibilidad de que una especie sufriera transformaciones, y nadie había encontrado una razón convincente que explicara el cambio. Darwin necesitaba hallar esa razón.
Hacia aquella época cayó en sus manos un libro famoso escrito por un clérigo llamado T. R. Malthus. Malthus afirmaba que la población crecía siempre más deprisa que los recursos alimenticios, de manera que siempre habría algunos que morirían de hambre.
¡Claro! pensó Darwin. Todos los animales engendran muchas más crías de las que pueden vivir con los recursos alimenticios disponibles. Algunas tenían que morir para dejar el sitio a las demás. Y ¿cuáles morirían? Evidentemente, las que fuesen menos aptas para vivir en su medio.
Para aclararlo un poco más, supongamos que llevamos cierto número de perros a Alaska y otros tantos a Méjico. Los perros de Alaska que, por casualidad, tuvieran un pelaje más espeso sobrevivirían mejor en el gélido clima nórdico. Los perros de Méjico que hubiesen nacido con un pelaje ligero soportarían mejor el clima caluroso. Al cabo de un tiempo sólo existirían perros muy lanudos en Alaska y perros de poco pelo en Méjico, amén de otros cambios debidos a otras diferencias ambientales. Al cabo de miles de años habría tantas diferencias, que los dos grupos de perros ya no podrían cruzarse entre sí. En lugar de una especie habría ahora dos. He ahí un ejemplo de lo que Darwin llamó «selección natural».
En 1858, Darwin seguía trabajando en un libro que había empezado en 1844. Los amigos le apremiaban, advirtiéndole que le iban a pisar la idea. Pero a Darwin no había quién le metiera prisa... y en efecto, hubo quien se le adelantó: Alfred Russel Wallace, inglés igual que Darwin, pero catorce años más joven.
La vida de Wallace fue muy parecida a la de Darwin: su afición a la naturaleza la tuvo desde pequeño y también participó en una expedición a islas lejanas.
Wallace estuvo en la Sudamérica tropical y en las Indias Orientales. Aquí observó que las plantas y animales que vivían en las islas más al Este (las que continúan hasta Australia) eran completamente distintos de los de las islas del Oeste (las que prosiguen hasta Asia). La línea entre los dos tipos de vida era nítida y serpenteaba el archipiélago: hoy día se sigue llamando «línea de Wallace».
En 1855, durante su estancia en Borneo, le vino la idea de que las especies tenían que cambiar con el tiempo. Y, en 1858, empezó a reflexionar también, igual que Darwin, sobre el libro de Malthus, llegando a la conclusión de que los cambios tienen lugar por selección natural, que él llamó «la supervivencia de los más aptos».
Pero había una diferencia entre Darwin y Wallace: después de catorce años, el primero estaba trabajando aún en el libro, mientras que Wallace, de otro talante, concibió la idea, se sentó a escribir y lo despachó en dos días.
¿Y a quién diremos que envió Wallace el manuscrito para su lectura y crítica? Al famoso naturalista Charles Darwin, naturalmente.
Cuando éste lo recibió se quedó de piedra: eran exactamente sus mismas ideas, e incluso expresadas en un lenguaje parecido. Darwin era un auténtico científico: aunque había trabajado durante tanto tiempo en la teoría (y tenía testigos para demostrarlo), no trató de arrogarse el mérito. Inmediatamente pasó la obra de Wallace a otros científicos de talla. Y ese mismo año apareció en el Journal of the Linnaean Society un artículo firmado por ambos.
Al año siguiente terminó finalmente Darwin su gran libro, El origen de las especies, que el público esperaba ya con impaciencia.
La mayor laguna en el razonamiento de Darwin es que no sabía exactamente cómo los padres transmitían sus caracteres a la descendencia, ni por qué los descendientes diferían entre sí. La pregunta la contestó Mendel en 1865, sólo seis años después de publicarse el libro de Darwin; pero la obra de Mendel permaneció inédita hasta 1900 (véase pág. 81). Darwin murió el 19 de abril de 1882 y nunca llegó a conocer bien las leyes de la herencia. Wallace vivió hasta 1913 y él sí conoció la obra de Mendel y de otros genetistas.
La gente suele decir que Darwin fue el creador de la «teoría de la evolución», la teoría de que la vida comenzó en formas elementales, fue cambiando lentamente, se hizo más compleja y desembocó, finalmente, en las especies actuales.
Lo cierto es que él no fue su creador, porque muchos pensadores, entre los que no puede dejarse de señalar al francés Jean Baptiste de Lamarck, habían expuesto ya teorías parecidas (la de Lamarck es cincuenta años anterior). Incluso el abuelo de Darwin tenía una de esas teorías, a la que dedicó un largo poema.
La gran aportación de Darwin y Wallace consistió en elaborar la teoría de la selección natural para explicar los cambios de las especies. Y quizá algo más importante aún: Darwin presentó una cantidad ingente de pruebas y razonamientos lógicos que respaldaban la teoría de la selección natural.
Una vez publicado el libro de Darwin, los biólogos tuvieron que rendirse a la evidencia. Los cambios de las especies habían sido hasta entonces simple especulación. A partir de 1859 hubo que aceptarlo como un hecho. Y así sigue siendo.
La idea de Darwin Wallace revolucionó la concepción de los biólogos: convirtió las ciencias de la vida en una sola ciencia. El hombre pasó a ocupar el lugar que le correspondía en el esquema de la vida, pues también él, como las demás especies, provenía de formas más elementales.

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