viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( VI PARTE)

9.    Antoine-Laurent Lavoisier


















Francia se hallaba en medio de un torbellino. La Revolución, que había comenzado en 1789 con la toma de la Bastilla, crecía en violencia. El «reinado del Terror» comenzó en 1792. Los extremistas descargaban su venganza sobre quienes habían participado en las injusticias cometidas durante la época de los reyes.
Estaba, por ejemplo, la Ferme genérale, una corporación privada que se había ocupado de cobrar para el gobierno los impuestos sobre la sal, el tabaco y otras mercancías, pasando luego a aquél una suma fija. Cualquier excedente sobre esa cantidad se la embolsaba la corporación. La mayoría de los recaudadores —no hace falta decirlo— exigían hasta el último céntimo, y como es natural, los campesinos, trabajadores y las clases medias los odiaban.
En noviembre de 1792 se dio la orden de arrestar a todos los antiguos miembros de la corporación. Uno de ellos era Antoine-Laurent Lavoisier, renombrado químico; no sólo había sido miembro sino que había casado con una hija del director de la corporación.
Cuando llegaron para arrestarle, alegó que no estaba metido en política y que el dinero que había ganado con la recaudación de impuestos lo había destinado a costear sus experimentos científicos. «Soy un científico», exclamó.
El oficial respondió rudamente: «La República no necesita científicos.» (En lo cual se equivocaba, claro está. La República sí los necesitaba, y de hecho les ayudó, excepto cuando se soliviantaban las pasiones de las masas.)
El 2 de mayo de 1794 fue decapitado en la guillotina el mejor científico de Francia. De todas las muertes que hubo en la Revolución, quizá fuese esa la más señalada.
A su lado, la ejecución de un rey apenas fue nada.
El conde Lagrange, el gran astrónomo francés, lamentaría después: «Bastó un momento para cercenar su cabeza, y cien  años  probablemente no serán suficientes para dar otra igual.»
Diez semanas después de la ejecución fueron decapitados a su vez los extremistas y acabó el terror. Diez semanas demasiado tarde.
Lavoisier, hasta su triste final, llevó una vida feliz. Nació en París, el 26 de agosto de 1743. Su padre era un abogado muy bien situado y el joven Lavoisier no tuvo ninguna dificultad para adquirir una excelente educación. Obtuvo su título en Derecho, pero estudió diversas ciencias y decidió que le gustaban más que las leyes.
Entró en la Ferme genérale y utilizó el dinero que ganaba, junto con lo que heredó de su madre, para equipar un excelente laboratorio para uso propio. Su esposa, que no carecía de dotes para la pintura, confeccionaba las ilustraciones para sus libros y le ayudaba a tomar notas de sus experimentos.
Lavoisier comprendió desde el principio la importancia que tenía la exactitud. Sus experimentos se caracterizaron por el cuidado en las pesadas, el detalle de las mediciones y la meticulosidad en las notas; su método llamó tanto la atención que le admitieron en la Académie Royale des Sciences en 1768, cuando tenía veinticinco años.
Pero fue al año siguiente cuando demostró por primera vez la importancia de la precisión. En aquella época había todavía químicos que creían en la vieja doctrina de los «cuatro elementos»: fuego, aire, agua y tierra; y pensaban que si se calentaba agua durante un tiempo suficiente se convertiría en tierra. Como prueba de ello señalaban el sedimento que aparecía en el agua tras hervirla durante cierto tiempo.
Lavoisier, que no se contentaba con mirar, calentó agua durante ciento un días. El sedimento apareció, como era de esperar; pero Lavoisier cuidó de pesar el recipiente de vidrio que contenía el agua, antes y después de calentar. Y demostró que el peso perdido por el vidrio era justamente igual al peso del sedimento. El sedimento provenía de cambios en el vidrio, no del agua.
Lavoisier tenía vocación pública: fue miembro de varias comisiones y comités encargados de investigar las miserables condiciones de los campesinos. Esta conexión con el gobierno repercutió en contra suya en el proceso. Pero lo cierto es que aunque los jueces revolucionarios no quisieron verlo, uno de los servicios públicos de Lavoisier tuvo importantes consecuencias para la humanidad.
En cierta ocasión le habían pedido que hiciera un estudio de métodos prácticos de alumbrar las ciudades de noche; Lavoisier examinó diversos combustibles para quemar en las lámparas, y a partir de entonces empezó a interesarse en el problema general de la combustión.
Por aquella época el fenómeno de la combustión se explicaba con la «teoría del flogisto», propuesta hacía setenta años. La teoría afirmaba que los metales estaban compuestos de cal (lo que hoy llamaríamos «óxido») más una sustancia misteriosa llamada flogisto. Al calentar un metal, escapaba el flogisto y dejaba tras de sí la cal.
La teoría era falsa, como sabemos hoy, e indujo a los químicos a una confusión aún mayor. Se demostró, por ejemplo, que la cal pesaba más que el metal original. La única manera de explicarlo era suponer que el flogisto tenía un peso ¡negativo!
Lavoisier abordó el problema en 1772. Junto con otros químicos reunió dinero para comprar un diamante, sobre el cual concentraron calor con ayuda de una gran lupa: el diamante ardió por completo y desapareció. Luego quemó también azufre y fósforo, y calentó estaño y plomo hasta obtener cal. La conclusión a que llegó fue que la combustión y la formación de cal entrañaban el mismo proceso natural.
El azufre, el fósforo, el estaño y el plomo ganaban peso al quemarlos o reducirlos a cal. Algunos científicos habían sugerido que el peso aumentaba porque los materiales ganaban «partículas ígneas». ¿Qué era, pérdida de flogisto o ganancia de fuego?
Lavoisier aclaró la cuestión sin dejar lugar a dudas. Calentó estaño en un recipiente cerrado. Parte del metal se convirtió en cal, pero el peso no aumentó para nada. Sin embargo, al abrir el recipiente y entrar el aire, sí se observó un aumento de peso. Era claro que el metal, al calentarlo, absorbía algo del aire, formando una cal más pesada y un vacío parcial. El peso que ganaba la cal lo perdía el aire.
Los experimentos de Lavoiser le llevaron a afirmar que en cualquier reacción química en un sistema cerrado no había ni pérdida ni ganancia de peso: el primer enunciado del importante Principio de Conservación de la Masa, cuyo significado es que la materia no puede crearse ni destruirse; las reacciones químicas sólo pueden transformarla de una forma a otra. De allí sólo había un paso a la formulación de las ecuaciones químicas, que demuestran que la masa de los materiales antes de cualquier cambio químico tiene que ser igual a la masa de los productos creados por ese cambio.
Joseph Priestley, el clérigo inglés que había descubierto el oxígeno, viajó a París en 1774 y habló con Lavoisier, quien inmediatamente vio la importancia de este elemento. Volviendo a los experimentos, demostró que cuando el carbón vegetal se quemaba en el aire o cuando el metal formaba cal, sólo se consumía parte del aire y el resto no permitía la combustión en su seno. Pero si se utilizaba oxígeno puro, las sustancias ardían o formaban cal mucho más fácil y rápidamente que en aire ordinario, consumiendo además todo el oxígeno.
Lavoisier descubrió que en el aire se contenía tanto oxígeno como nitrógeno (a este último lo llamó «azote», que significa «sin vida») y que la combustión (y también la vida) consistía en la combinación con oxígeno.
Lavoisier publicó en 1786 un artículo que había escrito tres años antes y que resumía sus experimentos. La interpretación que daba allí de la combustión es la que seguimos utilizando hoy día. El flogisto murió de una vez para siempre.
En 1787, y junto con otros tres químicos, publicó un libro titulado Méthode de nomenclature chimique en el que se establecían reglas lógicas para designar los compuestos químicos. Los nombres de los compuestos habían dependido hasta entonces del antojo de cada químico. Cuando hoy hablamos del cloruro sódico o del clorato potásico estamos utilizando nombres que concuerdan con el esquema de Lavoisier.
Lavoisier coronó finalmente su obra en 1789 con la publicación de un manual de química titulado Traité élémentaire de chimie, que recogía las nuevas ideas descubiertas por él. Fue el primer texto moderno de química.
En el climax mismo de su obra, el mismo año que se publicó su tratado, comenzó la Revolución Francesa. A principios de 1792 tuvo que abandonar su laboratorio. Pocos meses después fue arrestado. Su valiosa vida terminó para él mismo y para el mundo, cuando sólo contaba cincuenta y un años.
A Lavoisier se le llama el «padre de la química moderna», y con justicia. Haciendo gala de ilimitada energía e inigualable sagacidad sacó a la química de un callejón sin salida y la puso en buen camino.
No cabe duda de que si Lavoisier no hubiese vivido, otro químico o grupo de químicos habrían llegado a las mismas conclusiones. Pero es difícil imaginar que una
sola  persona  hubiese hecho más  que  él y  en  menos tiempo.
De todas sus contribuciones, la más importante quizá fuese la idea de que los químicos tienen que medir y pesar con toda precisión. Los químicos jamás olvidaron la lección y desde entonces han tratado de ser «cuantitativos». Todos los milagros de la química actual —nuevos combustibles, aleaciones, explosivos, fibras, plásticos, etc.— tienen su origen en el hombre que dio a la química su nuevo rostro y enseñó a los químicos el camino correcto de la experimentación.










10.    Michael Faraday
















Hará unos ciento cuarenta años, un físico inglés daba en Londres una conferencia sobre algunos de los trucos que se podían hacer con imanes y alambres. Ante él tenía un cable enrollado en forma de bobina y conectado a un galvanómetro. El galvanómetro es un instrumento que se utiliza para medir la electricidad; lleva una aguja que se mueve al pasar corriente por el instrumento. Puesto que el galvanómetro no estaba conectado a ninguna batería, no podía haber corriente que fluyera a través de él. La aguja estaba quieta.
Pero he aquí que el conferenciante introduce la barra de un imán en la bobina y la aguja salta hacia la derecha: aparentemente de la nada ha aparecido una corriente eléctrica. Al volver a retirar el imán, la aguja vuelve a saltar, esta vez hacia la izquierda. ¡Qué curioso!
Cuentan que después de la conferencia se le acercó una dama al conferenciante y le dijo: «Pero señor Faraday, ¿para qué va a servir la electricidad establecida tan sólo durante una fracción de segundo por ese imán?»
Y Michael Faraday, con toda cortesía, replicó: «Señora, ¿y para qué sirve un niño recién nacido?»
Otra versión de la anécdota dice que fue un político quien le hizo la pregunta y que Faraday respondió: «Señor, dentro de veinte años estará usted cobrando impuestos sobre esa electricidad.»
Michael Faraday nació cerca de Londres, el 22 de septiembre de 1791. Su padre, herrero de profesión, tuvo que trabajar muy duro para sacar adelante a sus diez hijos, y se instaló con su familia en Londres cuando Faraday contaba todavía muy pocos años.
El joven Michael entró allí de aprendiz de encuadernador. Fue un golpe de fortuna, porque de esa manera estableció contacto con los libros. Oficialmente sólo tenía que ocuparse de la fachada, pero él no podía resistir la tentación de abrir las páginas y fisgar en su interior. Ni tampoco pudo resistir la tentación de empezar a interesarse en la ciencia.
Luego vino un segundo golpe de suerte, y fue que su patrono le animara a que leyera los libros y le permitiese que asistiera a conferencias científicas.
Faraday escuchaba estas conferencias con enorme entusiasmo. Tomaba abundantes notas y al llegar a casa las pasaba a limpio con todo esmero y añadía diagramas de su invención para hacerlas más claras. Las conferencias que más le gustaban eran las de Humphrey Davy, en la Royal Institution. Davy era el químico inglés de más fama y un conferenciante que gozaba de gran popularidad. Faraday le envió una copia de las notas que había tomado en las conferencias y le pidió un puesto de ayudante.
Davy leyó las notas con agrado y asombro. A la primera oportunidad le dio a Faraday el empleo que pedía. Faraday tenía veintidós años cuando ocupó este puesto en la Royal Institution, y con un sueldo más reducido que el que cobraba de encuadernador.
Davy había inventado la lámpara de seguridad de los mineros y el arco voltaico y había descubierto muchas sustancias químicas, entre ellas ocho nuevos elementos.
Pero suele decirse que su mayor descubrimiento fue Michael Faraday.
Faraday hacía prácticamente su vida en el laboratorio, y en todos los respectos se mostró digno de su maestro. A la muerte de Davy, en 1829, Faraday pasó a ocupar su puesto y en 1833 le nombraron profesor de química.
Faraday continuó el trabajo más importante de Davy. La mayoría de los elementos que había descubierto éste los había separado de distintos compuestos químicos por medio de una corriente eléctrica. Faraday descubrió que la electricidad que era necesaria para liberar la unidad de masa equivalente de cualquier elemento es siempre exactamente la misma. O dicho de otro modo, que una misma cantidad de electricidad libera el mismo número de átomos. Las investigaciones de Faraday condujeron al concepto moderno de electrón.
A Faraday le fascinaban además los imanes. Esparció limaduras de hierro sobre un papel colocado sobre los polos de un imán y observó cómo las limaduras se alineaban entre ellos' y formaban dibujos muy definidos. Los imanes, dijo Faraday, están rodeados de «campos de fuerzas» invisibles. Las limaduras hacían visibles las «líneas de fuerza».
Era natural, pues, que Faraday empezara a reflexionar sobre la relación que existía entre la electricidad y el magnetismo. El científico danés Hans Christian Oersted había descubierto en 1820 que un alambre por el cual pasa electricidad manifiesta propiedades magnéticas.
Si la electricidad establece un campo magnético, pensó Faraday, ¿por qué un campo magnético no va a crear electricidad? Así que diseñó un experimento para comprobarlo. Arrolló un alambre alrededor de un segmento de anillo de hierro y conectó el alambre a una batería. El circuito podía abrirse y cerrarse con un interruptor. Si cerraba el circuito se establecía un campo magnético en el arrollamiento, tal y como había demostrado Oersted, y ese campo se extendía por todo el hierro.
Luego arrolló un segundo embobinado alrededor de otro segmento del anillo de hierro y conectó el alambre a un galvanómetro. Si la teoría de Faraday era correcta, el campo magnético creado en el anillo de hierro por el primer arrollamiento establecería una corriente en el segundo; esta corriente la acusaría el galvanómetro.
El 29 de agosto de 1831 realizó Faraday el experimento. ¡No funcionaba! O al menos no como él pensaba: porque aunque el campo magnético no creaba ninguna corriente, ésta sí aparecía en el momento de establecer o interrumpir el campo. Cuando Faraday cerraba el circuito en el primer arrollamiento, saltaba la aguja del galvanómetro conectado al segundo. Y cuando abría el circuito, la aguja volvía a saltar, pero en la dirección opuesta.
Faraday llegó a la conclusión de que no eran las líneas magnéticas de fuerza en sí mismas lo que establecía la corriente: era el movimiento de esas líneas a través de un alambre. Cuando se establecía la corriente en la primera bobina de alambre, surgía el campo magnético. Las líneas de fuerza atravesaban entonces el alambre del segundo arrollamiento. Al interrumpir la corriente moría el campo magnético, y las líneas de fuerza, al retirarse, volvían a atravesar el alambre de la segunda bobina.
Con el fin de visualizar más claramente este fenómeno y mostrarlo de forma patente ante el público, introdujo un imán en una bobina de alambre. La corriente sólo fluía por ésta mientras el imán estaba entrando en la bobina o saliendo de ella; o también cuando el imán permanecía quieto y era la bobina la que se desplazaba alrededor de él. Pero si tanto el imán como la bobina permanecían inmóviles, no había corriente.
Faraday había descubierto cómo hacer que el magnetismo indujera una corriente eléctrica: había descubierto la «inducción electromagnética».
Dos meses después dio el siguiente paso, el de conseguir un modo práctico de producir una corriente continua a partir del magnetismo. Para ello fabricó una delgada rueda de cobre que podía girar alrededor de un eje y cuyo borde exterior, al girar, pasaba entre los polos de un potente imán. Al girar entre los polos, la
rueda cortaba constantemente líneas de fuerza magnética, de modo que por la rueda fluía constantemente una corriente eléctrica. El aparato llevaba dos cables que acababan cada uno en un contacto deslizante. Uno de los contactos rozaba contra la rueda de cobre al girar, mientras que el otro lo hacía contra el eje. Un galvanómetro intercalado en el circuito indicaba que mientras la rueda de cobre estuviese girando, se producía una corriente continua.
Faraday generó así electricidad a partir del movimiento mecánico. Había inventado el «generador» eléctrico.
La inducción tiene trucos muy interesantes. La potencia eléctrica viene determinada por dos cosas: la cantidad de electricidad que pasa por segundo por el conductor (intensidad) y la fuerza que impulsa la electricidad (voltaje). Si una corriente en una bobina induce corriente en una segunda, la potencia tiene que ser la misma en ambas; pero los detalles pueden variar. Por ejemplo, si la segunda bobina tiene doble número de espiras de alambre que la primera, su voltaje será doble, pero su intensidad será la mitad.
Vemos, pues, que las características de una corriente pueden transformarse en el proceso de inducción. Los dos arrollamientos de Faraday sobre un anillo de hierro es la versión más elemental de nuestros modernos «transformadores».
Faraday vivió otros treinta y cinco años trabajando y dando conferencias. Durante las Navidades solía dar numerosas charlas para gente joven, entre las cuales están las que versan sobre la bujía, recogidas en el libro La historia química de la bujía. Este libro, y los tres tomos de Investigaciones experimentales, se venden todavía en la mayor parte de las librerías inglesas. La segunda obra son los cuadernos de notas en que fue registrando sus descubrimientos y constituyen una lectura muy amena.
Faraday hizo muchas contribuciones a la ciencia. Apenas hay un área de la física moderna que no arranque de su obra. Pero a su muerte, el 25 de agosto de 1867,
no había ya ninguna duda de que su mayor descubrimiento era el de la inducción eléctrica. Y sus inventos más importantes, el generador y el transformador.
La importancia del descubrimiento fue precisamente ésa: que ofreció el primer método práctico de convertir energía mecánica en energía eléctrica.
Antes de Faraday había habido máquinas de vapor y ruedas hidráulicas que producían energía mecánica en grandes cantidades a base de quemar carbón y aprovechar la caída del agua. Pero su tamaño era poco práctico: podían prestar servicios locales, pero no abastecer a hogares y oficinas.
Y si bien es cierto que antes de Faraday existían ya fuentes de electricidad en la forma de baterías químicas, éstas sólo podían suministrar corriente en cantidades pequeñas.
El descubrimiento de Faraday de la inducción electromagnética señaló el camino de la producción de electricidad en generadores movidos por la energía mecánica del vapor o de la caída de agua, permitiendo así que la Revolución Industrial saliera de las fábricas y, en la forma de electricidad, entrara en los hogares.
El político que, según dicen, dudó del valor del electromagnetismo, se quedaría asombrado de la cantidad de impuestos que se recaudan hoy —de las empresas y del consumidor— por el uso de esta corriente.

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