viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( XI PARTE)

19.    Marie y Pierre Curie

















La joven pareja, Pierre y Marie Curie, comenzó por hacerse con una tonelada de ganga de las minas de St. Joachimsthal, en Bohemia. Los dueños de la mina no opusieron ningún reparo, pero les advirtieron que tendrían que costear ellos el transporte hasta París.
La pareja pagó religiosamente y se quedó sin blanca.
El siguiente paso era encontrar un lugar dónde trabajar. Marie daba clases en una escuela femenina, en cuyos terrenos había un cobertizo medio derruido y abandonado. Preguntaron si podían utilizarlo y el director de la escuela, encogiéndose de hombros, contestó: «Por mí...»
El techo tenía goteras, prácticamente no había calefacción y tampoco manera de utilizar aparatos químicos decentes. Pero los Curie se instalaron.
Los trozos de roca negra eran muestras de un mineral llamado pechblenda, que contenía pequeñas cantidades de uranio. Hacía sólo dos años que Henri Antoine Becquerel había descubierto que el uranio emite radiaciones penetrantes.
Los Curie andaban, sin embargo, detrás de algo más que uranio. Disolvieron trozos de pechblenda en ácidos, lo trataron con diversos productos químicos y separaron algunos de sus elementos; de este modo dividieron la pechblenda en fracciones, conservando aquéllas que contenían el material que buscaban. Y lo que buscaban eran radiaciones más fuertes que las del uranio, mucho más fuertes.
Combinaron las fracciones deseadas de diferentes lotes de pechblenda y dividieron otra vez el material en fracciones más pequeñas.
Así pasaron semanas, meses, años... Un trabajo agotador. Pero las fracciones eran cada vez más pequeñas y las radiaciones que emitían, cada vez más fuertes.
En 1902, al cabo de cuatro años, la tonelada de pechblenda había quedado reducida a un gramo de polvillo blanco: un compuesto de un nuevo elemento que jamás había visto nadie hasta entonces. Sus radiaciones eran tan intensas, que el recipiente de vidrio que lo contenía resplandecía en la oscuridad.
Ese resplandor retribuía con creces los cuatro años de trabajo de los Curie: habían escrito el fenómeno de la radiactividad en el mapa de la ciencia, y con letras bien grandes.
Marie Sklodowska nació en Varsovia el 7 de noviembre de 1867. Polonia no era por entonces un buen sitio para vivir, sobre todo para una joven devorada por la curiosidad de aprender cosas sobre el mundo. Aquella parte de Polonia estaba bajo el dominio de la Rusia zarista, que no fomentaba la educación entre los polacos y ni siquiera permitía que las mujeres asistieran a la universidad.
Pero Marie no conocía obstáculos. Al terminar la escuela secundaria, consiguió libros prestados y empezó a estudiar química por su cuenta. Trabajando de tutora e institutriz logró ahorrar dinero bastante para enviar a una hermana suya a París, y en 1891 hizo ella lo propio. La tradicional simpatía de los franceses hacia los polacos oprimidos era una historia que se remontaba a los tiempos de Napoleón. Muchos polacos hallaron refugio en París. Marie podía estar segura de encontrar amigos.
Pero, más que amigos, lo que necesitaba era una formación universitaria, así que se matriculó en la universidad más famosa de Francia, la Sorbona, y comenzó a estudiar todo lo que se le ponía por delante. Dormía en áticos sin calefacción, y comía tan poco, que más de una vez se desmayó en clase. Pero acabó siendo la número uno de la clase.
En 1894 le sonrió por segunda vez la suerte: conoció a un joven llamado Pierre Curie y se enamoraron. Pierre tenía ya un nombre en la física: él y su hermano Jacques habían descubierto que ciertos cristales, al someterlos a presión, adquirían una carga eléctrica positiva en un lado y otra negativa en el otro. Cuanto mayor era la presión, más grande era la carga. El fenómeno se denomina «piezoelectricidad» (del griego piezein, presionar). Hoy día encuentra aplicación en los micrófonos, radioreceptores y fonógrafos. Cualquier radiotransmisor se mantiene en frecuencia gracias a un cristal piezoeléctrico.
Marie y Pierre se casaron en 1895. Marie, que estaba haciendo el doctorado, obtuvo permiso para trabajar con su marido, de manera que ambos combinaron trabajo y vida doméstica. Su primera hija, Irene, nació en 1897.
El mundo de la ciencia se hallaba por entonces al borde de una revolución. El aire estaba cargado de ideas nuevas. Roentgen había descubierto los rayos X. Becquerel había descubierto que la radiación de los compuestos de uranio era capaz de descargar un electroscopio, y logró demostrar cualitativamente que eran varios los compuestos de ese elemento que poseían tal propiedad, aunque el instrumental de que disponía era demasiado tosco para realizar mediciones cuantitativas precisas. El electrómetro diseñado por Pierre Curie y su hermano Jacques, basado en la piezoelectricidad, podía medir cantidades muy pequeñas de corriente. Marie Curie decidió utilizar el aparato para estudiar cuantitativamente la radiación del uranio.
El principio era el siguiente: los rayos del uranio golpeaban contra electrones de los átomos de aire y los expelían, dejando atrás «iones» que eran capaces de transmitir una corriente eléctrica. Así pues, la intensidad de los rayos del uranio cabía determinarla midiendo la cantidad de corriente eléctrica que permitían al aire transportar. La corriente podía medirse equilibrándola en uno de los cristales de Pierre, con diferentes presiones. A una determinada presión, el cristal adquiría una carga suficiente para frenar la corriente.
Marie Curie halló que la cantidad de radiación es siempre proporcional al número de átomos de uranio, independientemente de cómo estén combinados químicamente con otros elementos. Y descubrió que otro metal pesado, el torio, también emitía rayos parecidos.
Apenas había cumplido los treinta y hacía sólo seis años que había llegado a París, pero su nombre ya empezaba a sonar. Pierre, viendo claramente que su joven y brillante esposa iba camino de convertirse en algo grande, abandonó su línea de investigación y se unió a la de ella.
El metal de uranio se obtenía principalmente del mineral pechblenda. Cuando los Curie necesitaban más uranio, tenían que extraerlo de un trozo de mineral. Pero no sin antes comprobar que ese trozo tenía suficiente uranio para que mereciera la pena, lo cual requería medir la radiactividad del mineral.
Un buen día, en el año 1898, dieron con un trozo de pechblenda tan radiactivo, que tendría que haber albergado más átomos de uranio en su seno que los que realmente cabían.
Los Curie, asombrados, llegaron a la única conclusión posible: en la pechblenda había elementos aún más radiactivos que el uranio. Y como semejantes elementos no se conocían, tenía que tratarse de alguno que aún no se hubiese descubierto. Por otro lado, jamás se habían observado elementos extraños en la pechblenda, por lo cual debían de hallarse presentes en cantidades muy pequeñas. Y para que cantidades tan pequeñas mostraran tanta radiación, los nuevos elementos tenían que ser muy, muy radiactivos. La lógica era aplastante.
Los Curie comenzaron por fraccionar la pechblenda, sin perder la pista de la radiactividad. Eliminaron el uranio y, tal y como esperaban, la mayor parte de la radiactividad persistió. Hacia el mes de julio de ese año habían aislado una traza de polvo negro que era 400 veces más radiactiva que el uranio; este polvillo contenía un nuevo elemento que se comportaba como el telurio (un elemento que no es radiactivo). Decidieron bautizar al nuevo elemento con el nombre de «polonio», en honor de la patria de Marie.
Pero con ello sólo quedaba explicada parte de la radiactividad, así que siguieron fraccionando y trabajando sin tregua. En diciembre de ese año tenían una preparación que era aún más radiactiva que el polonio: contenía un nuevo elemento que poseía propiedades parecidas a las del bario, un elemento no radiactivo que ya se conocía. Los Curie lo denominaron «radio».
Con todo, incluso sus mejores preparaciones sólo contenían ligeras trazas del nuevo elemento, cuando lo que necesitaban era una cantidad suficiente para verlo, pesarlo y estudiarlo. En la pechblenda había tan poco de ese elemento, que había que empezar con una cantidad muy grande de mineral. Así que los Curie se procuraron otra tonelada y trabajaron durante otros cuatro años.
Marie Sklodowska Curie presentó en 1903 su trabajo sobre la radiactividad como tesis doctoral y recibió su título de doctora. Probablemente haya sido la tesis doctoral más grande de la historia: ganó, no uno, sino dos Premios Nobel. En 1903 se les concedió a ella y a Pierre, junto con Henri Becquerel, el Nobel de Física por sus estudios de las radiaciones del uranio. Marie Curie recibió en 1911 el de Química por el descubrimiento del polonio y del radio.
El segundo premio lo recibió Marie en solitario; Pierre Curie había muerto trágicamente en 1906 en un accidente, arrollado por un coche de caballos.
Marie siguió trabajando. Tomó posesión de la cátedra de la Sorbona que había dejado vacante Pierre y se convirtió en la primera mujer que enseñó en esta institución. Trabajaba sin interrupción, estudiando las propiedades y peligros de sus maravillosos elementos y exponiéndose ella misma a las radiaciones para estudiar las quemaduras que producían en la piel.
En julio de 1934, venerada por el mundo entero como una de las mujeres más grandes de la historia, Marie Curie murió de leucemia, causada probablemente por la continua exposición a las radiaciones radiactivas.
De haber vivido un año más habría visto cómo se concedía el tercer Premio Nobel a los Curie, esta vez a su hija Irene y a su yerno Frederic, que habían creado nuevos átomos radiactivos y descubierto la «radiactividad artificial».
En 1946 se descubrió en la Universidad de California el elemento 96, al que se le llamó «curio», en eterno honor de los Curie.
Roentgen y Becquerel iniciaron, con el descubrimiento de radiaciones misteriosas, una nueva revolución científica, semejante a la de Copérnico en 1500.
La revolución copernicana la había puesto en escena Galileo con su telescopio. La segunda también precisaba de un dramaturgo, alguien que sacara a las radiaciones de las revistas científicas y las llevara a la primera plana de los periódicos. Ese papel lo desempeñaron los Curie y su nuevo elemento, el radio.
No hay duda de que su trabajo tuvo importancia científica (y también médica, porque el radio y otros elementos parecidos sirvieron para combatir el cáncer). Pero por encima de eso hay que decir que su labor fue inmensamente espectacular: en parte porque en ella intervino una mujer, en parte por las grandes dificultades que hubo que superar, y en tercer lugar por los resultados mismos.
No fueron los Curie, por sí solos, los que lanzaron a la humanidad a la era del átomo; los trabajos de Roentgen, Becquerel, Einstein y otros científicos fueron en este sentido de mayor importancia aún. Pero la heroica inmigrante de Polonia y su marido crearon la expectativa de nuevos y más grandes acontecimientos.













































20.   Albert Einstein



















El 29 de marzo de 1919 tuvo lugar un eclipse de sol que estaba llamado a ser uno de los más importantes de la historia de la humanidad. Los astrónomos de la Real Sociedad de Astronomía de Londres habían aguardado ansiosamente durante años a que llegara ese eclipse que les iba a permitir comprobar una nueva teoría física, revolucionaria, propuesta cuatro años antes por un científico alemán llamado Albert Einstein.
El día del eclipse había un grupo de astrónomos en el norte de Brasil y otro en una isla frente a las costas de África Occidental. Cámaras de gran precisión se hallaban listas para entrar en acción y, en el momento del eclipse, tomar fotografías; pero no del propio sol eclipsado, sino de las estrellas que súbitamente aparecerían en el cielo oscurecido alrededor del sol.
Einstein había dicho que la posición aparente de esas estrellas daría la sensación de haber cambiado, que la masa del sol doblaría los rayos de luz estelar al pasar a su lado. Aquello sonaba a imposible, porque la luz, que era algo inmaterial, ¿cómo iba a verse afectada por la masa del sol? Si Einstein tenía razón, habría que retocar la imagen del universo que el gran Isaac Newton había construido más de doscientos años antes.
Por fin llegó el eclipse. Se hicieron las fotografías, se revelaron y se midieron con sumo cuidado las distancias entre las imágenes de las estrellas y el sol y entre una estrella y otra. Finalmente, se compararon estas mediciones con otras hechas sobre un mapa estelar de la misma región, sólo que tomado de noche y sin el sol en las cercanías.
No había duda. Los astrónomos anunciaron los resultados: la atracción del sol doblaba los rayos luminosos y los apartaba de la trayectoria rectilínea. Einstein tenía razón. Una de las predicciones de su teoría estaba verificada.
Albert Einstein nació en Alemania, el 14 de marzo de 1879. De niño tuvo problemas para aprender a hablar, y sus padres llegaron a pensar que padecía retraso mental. En la escuela secundaria no fue un estudiante brillante y se aburría con los monótonos métodos de enseñanza que se utilizaban en aquel tiempo en Alemania; así que no consiguió terminar sus estudios. En 1894 fracasó el negocio de su padre y la familia marchó a Milán. El joven Einstein, quien ya mostraba afición por la ciencia, partió para Zurich para matricularse en su famosa escuela técnica, donde se puso de manifiesto su insólita aptitud para las matemáticas y la física.
Cuando Einstein se licenció en 1900 no consiguió un puesto docente en ninguna universidad, pero tuvo la suerte de encontrar un empleo administrativo en la oficina de patentes de Berna: no era lo que él quería, pero al menos tendría tiempo para estudiar y pensar.
Y había mucho sobre lo que pensar: la vieja estructura de la física, construida a lo largo de siglos, estaba siendo reestudiada a la luz de los nuevos conocimientos.
Los físicos pensaban, por ejemplo, que la luz se propagaba por el espacio vacío. Como la luz consistía en ondas, tenía que existir algo en el espacio que sirviera de soporte a esas ondulaciones. Los físicos llegaron a la conclusión de que el espacio estaba lleno de algo llamado «éter» y de que era la vibración de éste lo que formaba las ondas luminosas.
Se pensaba también que el movimiento verdadero de la tierra podía medirse tomando como punto de referencia el éter: bastaría comparar la velocidad de la luz en la dirección del movimiento de la tierra con su velocidad en la dirección perpendicular (igual que se puede saber a qué velocidad baja un río si se mide la velocidad a la que podemos remar a favor de la corriente y la comparamos con la velocidad a la que podemos remar perpendicularmente a la corriente, cuando no hay ayuda del agua).
Este experimento lo realizaron con cuidado exquisito Albert A. Michelson y E. W. Morley, dos científicos norteamericanos, en 1887. Y vieron con asombro que no podían detectar diferencia alguna en la velocidad de la luz. ¿Habría algún error?
El descubrimiento y estudio de la radiactividad por Becquerel y los Curie ocasionaron otra explosión. Elementos como el uranio, el torio y el radio emitían cantidades ingentes de energía. ¿De dónde salía? La estructura entera de la física se basaba en el hecho de que ni la materia ni la energía podían destruirse ni crearse. ¿Habría que derribar todo el edificio de la física?
En 1905, a los veintiséis años, Albert Einstein publicó sus ideas acerca de todas estas cuestiones. Supongamos —dijo— que la luz se mueve con velocidad constante sea cual sea el movimiento de su punto de origen, como parecía demostrar el experimento de Michelson-Morley. ¿Cuáles serían entonces las consecuencias?
Las consecuencias las expuso con ayuda de unas matemáticas claras y directas. Según Einstein, no podía existir movimiento absoluto ni falta absoluta de movimiento. La Tierra se mueve de una cierta manera al comparar su posición espacial con la del Sol; de otra distinta al compararla con la posición de Marte, pongamos por caso. Es más, al medir longitudes, masas o incluso tiempos, el movimiento relativo entre el objeto medido y el observador que mide influye en los resultados de la comparación.
Materia y energía —dijo Einstein— eran aspectos diferentes de la misma cosa. La materia se puede convertir en energía y la energía en materia. Lo que sucedía en la radiactividad es que un trozo diminuto de materia se transforma en energía; pero la cantidad de materia convertida es tan pequeña que no puede pesarse con los métodos corrientes. En cambio, la energía creada por ese trocito de materia era lo bastante grande para detectarla.
Todo aquello parecía violar el sentido común, pero el caso es que las piezas encajaban perfectamente. Y además explicaba algunas cosas que los científicos no acertaban a explicar de otra manera.
La fama que adquirió Einstein por sus teorías le valió en 1909 una cátedra en la Universidad de Praga, y en 1913 fue nombrado director de un nuevo instituto de investigación creado en Berlín, el Instituto de Física Kaiser Wilhelm.
Dos años más tarde, en 1915, durante la Primera Guerra Mundial, publicó un artículo que ampliaba sus teorías y exponía nuevas ideas acerca de la naturaleza de la gravitación. Las teorías de Newton, según él, no eran suficientemente precisas, y la imprecisión se ponía claramente de manifiesto en la vecindad inmediata de grandes masas, como la del Sol.
Las teorías de Einstein explicaban la lenta rotación de la órbita del planeta Mercurio (el más próximo al Sol), rotación que las teorías de Newton no podían explicar; y predecían también que los rayos luminosos, al pasar cerca del Sol, se apartarían de su trayectoria rectilínea. El eclipse de 1919 demostró que la predicción era correcta e inmediatamente se vio que Einstein era el pensador científico más grande que había habido desde Newton.
Einstein recibió el Premio Nobel de Física en 1921, pero no por la relatividad, sino por dar una explicación lógica del «efecto fotoeléctrico», resolviendo así el enigma de cómo la aplicación de luz era capaz de hacer que los electrones saltaran de la superficie de ciertos materiales. También se le premió por sus teorías del «movimiento browniano», el movimiento de partículas diminutas suspendidas en un líquido o en el aire, fenómeno que venía intrigando a los físicos desde hacía casi ochenta años.
Alemania vivió luego días muy aciagos. Adolf Hitler y los nazis iniciaron la conquista del poder, propugnando una forma nueva y brutal de antisemitismo; y Albert Einstein era judío. En enero de 1933, cuando los nazis ganaron finalmente las elecciones, dio la casualidad de que Einstein se hallaba en California; prudentemente decidió no regresar a Alemania, sino que marchó a Bélgica. Los nazis confiscaron sus propiedades, quemaron públicamente sus escritos y le expulsaron de todas las sociedades científicas alemanas.
Luego emigró a los Estados Unidos, donde fue bien acogido (en virtud de un decreto especial adoptó en 1940 la ciudadanía norteamericana). Einstein aceptó la invitación de trabajar en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, New Jersey.
Mil novecientos treinta y cuatro fue el año en que el físico italiano Enrico Fermi comenzó a bombardear elementos con unas partículas subatómicas recién descubiertas, llamadas «neutrones». Al bombardear uranio observó resultados peculiares, pero no halló ninguna explicación satisfactoria. (La importancia de este trabajo fue reconocida en 1938, cuando se le concedió a Fermi el Premio Nobel de Física). Pocos años después, el químico Otto Hahn descubría en Berlín que al bombardear uranio con neutrones se producían átomos de aproximadamente la mitad de peso que los del uranio.
Lise Meitner y O. R. Frisch, dos físicos alemanes refugiados que investigaban en Copenhague, dieron en 1938 una posible explicación del trabajo de Hahn. Según ellos, cuando los neutrones chocaban contra los átomos de uranio, algunos de éstos se partían en dos: el fenómeno recibió el nombre de «fisión del uranio». La fisión del uranio liberaba mucha más energía que la radiactividad ordinaria, y además liberaba neutrones que podían provocar nuevas escisiones. El resultado podía
llegar a ser la explosión más tremenda que jamás se había visto. El experimento de Hahn demostró que la masa y la energía guardaban estrecha relación, tal y como había predicho Einstein.
En enero de 1939 llegó el físico danés Niels Bohr a los Estados Unidos para pasar varios meses en Princeton, donde tenía la intención de estudiar diversos problemas con Einstein. Allí anunció las observaciones de Hahn y la explicación de Frisch y Meitner. Su teoría llegó rápidamente a oídos de Fermi, quien había huido de Italia (aliada por entonces con la Alemania de Hitler) y trabajaba en la Universidad Columbia.
Fermi estudió el tema con los físicos John R. Dunning y George Pegram, de Columbia, y decidió que Dunning realizara cuanto antes un experimento para comprobar los resultados de Hahn y la teoría de Frisch y Meitner. Trabajando contra reloj durante varios días, Dunning realizó el primer experimento, de los efectuados en Estados Unidos, que demostraba la posibilidad de escindir el átomo.
En el verano de 1939 se estudiaron con Albert Einstein todos estos hallazgos. Einstein escribió entonces una carta al presidente Flanklin D. Roosevelt, comunicándole que la bomba atómica era una posibilidad real y que no debía permitirse que las naciones enemigas se adelantaran en su fabricación.
Roosevelt se mostró de acuerdo con Einstein y proveyó inmediatamente fondos de investigación. La Era Atómica comenzaba a despuntar.
Albert Einstein murió el 18 de abril de 1955. Hasta ese mismo día urgió al mundo a llegar a algún acuerdo que desterrara para siempre las guerras nucleares.
Einstein fue el Newton de esa revolución científica que había comenzado con Roentgen y Becquerel. Sus teorías permitieron a los científicos predecir descubrimientos e investigarlos. Así ocurrió, por ejemplo, con la fisión del uranio: en cuanto fue descubierta, se vio que las teorías de Einstein ofrecían la posibilidad de la bomba y de la energía atómica.
Todo lo que en el futuro ocurra en torno a la energía atómica —para bien o para mal— tuvo su origen en las ecuaciones que inventó un joven empleado de la oficina de patentes para expresar la relación entre materia y energía.

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