viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( V PARTE)

7.    Isaac Newton
















Cuenta la leyenda que en 1666, cuando Isaac Newton contaba veintitrés años, vio caer una manzana de un árbol. No era la primera vez que lo veía, ni él ni muchas otras personas, por supuesto. Pero esa vez Newton miró hacia arriba: sobre la campiña inglesa, en medio del cielo diurno, se divisaba una media luna muy tenue. Newton se preguntó: ¿por qué la Luna no cae, igual que la manzana, hacia la Tierra, atraída por la fuerza de la gravedad?
Su razonamiento fue el siguiente: puede ser que la Luna sea atraída efectivamente por la Tierra, pero que la velocidad de su movimiento a través del espacio contrarreste la atracción de la gravedad terrestre. Además, si la fuerza que tira de la manzana hacia la tierra también tira de la Luna hacia ésta, esa fuerza tiene que extenderse muy lejos por el espacio; y a medida que se extienda por el espacio, tiene que hacerse cada vez más débil.
Newton calculó la distancia de la Luna al centro de la Tierra y luego la velocidad que tendría que llevar la Luna en su órbita para equilibrar la atracción de la gravedad terrestre a esa distancia de la Tierra. La solución que halló cuadraba muy bien con las cifras halladas por los astrónomos para la velocidad de la Luna; pero no coincidían exactamente. Newton pensó que la teoría era falsa y la desechó.
Por aquel entonces empezaba ya Newton a destacar en las matemáticas, pese a que en la escuela había mostrado escasas dotes. Nació el día de Navidad de 1642 (el mismo año que murió Galileo), en Woolsthorpe, Inglaterra. Su padre, que fue granjero, había muerto el día antes de nacer Isaac. De pequeño fue Newton un estudiante poco aventajado, hasta el día (cuenta la leyenda) en que se cansó de que le ganara el primero de la clase; entonces se aplicó hasta que consiguió desbancarle.
A los dieciocho años empezó a llamar la atención su interés por las matemáticas. Mal granjero va a ser, dijo su tío, y convenció a la madre para que le enviara a la Universidad de Cambridge. Nueve años más tarde era profesor de matemáticas allí.
¡Pero qué años fueron ésos para Newton! Una de las cosas que estudió fueron los rayos luminosos. Dejaba que la luz del sol entrara en una habitación oscura a través de un orificio practicado en la cortina; el diminuto rayo de luz pasaba luego por un prisma de vidrio triangular; y he aquí que la luz que caía luego sobre una pantalla aparecía en forma de arco-iris, no en forma de punto luminoso. Newton fue el primero en descubrir que la luz blanca está compuesta de varios colores que pueden separarse y recombinarse.
Por aquella misma época estableció nuevas fronteras en el campo de las matemáticas. Aparte de hallar el teorema del binomio para expresar ciertas magnitudes algebraicas, descubrió una cosa mucho más importante: una manera nueva de calcular áreas limitadas por curvas. (El matemático alemán Wilhelm Leibniz descubrió lo mismo casi simultáneamente y de forma independiente). Newton llamó «fluxiones» a su nueva técnica. Nosotros lo llamamos «cálculo diferencial».
Incluso los errores de Newton reportaron resultados fructíferos. Newton había elaborado una teoría para explicar su descubrimiento de que la luz blanca se refractaba en el vidrio, formando un arco-iris. La teoría era errónea, como comprobaron después los científicos, pero parecía explicar por qué los primeros telescopios, que estaban construidos con lentes que refractaban la luz, formaban imágenes rodeadas de pequeños halos de colores. A este fenómeno se le dio el nombre de «aberración cromática». La teoría de Newton —que era falsa, como ya dijimos— le indujo a creer que la aberración cromática jamás podría corregirse.
Por ese motivo decidió construir telescopios sin lentes, sustituyendo éstas por espejos parabólicos que recogieran y concentraran la luz por reflexión. El primero lo construyó en 1668. Como es natural, los telescopios reflectores no tenían aberración cromática.
Poco después de morir Newton se construyeron telescopios con lentes especiales que carecían de aberración cromática. Pero lo cierto es que los mayores y mejores telescopios siguen utilizando hoy día el principio reflector. El de 200 pulgadas de Monte Palomar, en California, es un telescopio reflector.
Así y todo, el intento de Newton de aplicar la gravedad terrestre a la Luna seguía siendo un fracaso. Pasaban los años y parecía que su muerte era definitiva.
Uno de los defectos de Newton era que no sabía encajar las críticas, lo cual le valió muchas querellas a lo largo de su vida. Una de ellas fue la polémica que sostuvieron Newton y sus seguidores con Leibniz y los suyos acerca de quién había inventado el cálculo, cuando lo cierto es que ambos merecían ese honor.
El gran enemigo de Newton dentro de la Royal Society (de la que Newton era miembro) era Robert Hooke. Hooke era un científico muy capaz, pero muy poco constante. Empezaba una cosa y la dejaba, y empezó tantas a lo largo de su vida, que hiciesen lo que hiciesen los demás siempre podía decir que a él se le había ocurrido primero.
Hooke, junto con Edmund Halley, muy buen amigo de Newton, se jactó en 1684 de haber hallado las leyes que explican la fuerza que rige los movimientos de los cuerpos celestes. La teoría no parecía satisfactoria... y se desató la polémica.
Halley acudió a Newton y le preguntó cómo se moverían los planetas si entre ellos existiese una fuerza de atracción que disminuyera con el cuadrado de la distancia.
Newton contestó inmediatamente: «En elipses.»
«Pero, ¿cómo lo sabes?»
«Pues porque lo he calculado.» Y le contó a su amigo la historia de su intento de hacía dieciocho años y cómo había fracasado. Halley, excitadísimo, le instó a que volviera a intentarlo.
Las cosas eran ahora diferentes. Newton había supuesto, en 1666, que la fuerza de atracción actuaba desde el centro de la Tierra, pero sin poder probarlo. Ahora tenía la herramienta del cálculo diferencial. Con sus nuevas técnicas matemáticas podía demostrar que la fuerza actuaba desde el centro. Por otra parte, durante los últimos dieciocho años se habían obtenido nuevas y mejores mediciones del radio de la Tierra, así como del tamaño de la Luna y de su distancia a nuestro planeta.
La teoría de Newton encajaba esta vez perfectamente con los hechos. La Luna era atraída por la Tierra y retenida por ella a través de la gravedad, igual que la manzana.
Newton expuso en 1687 su teoría en un libro titulado Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, en el cual enunció también las «Tres Leyes del Movimiento». La tercera de ellas afirma que para toda acción hay una reacción igual y contraria. Es el principio que explica el funcionamiento de los cohetes.
La Royal Society intentó publicar el libro, pero no había dinero bastante en tesorería. Hooke, por su lado, armó toda la gresca que pudo e insistió en que la idea era suya. Halley, que disfrutaba de una posición desahogada, corrió con los gastos de publicación.
Pero los días grandiosos pasaron, y en 1692 empezó a fallar esa mente omnicomprensiva. Newton sufrió una crisis nerviosa y vivió retirado durante casi dos años. Para quemar sus inagotables energías mentales se dedicó a la teología y a la alquimia, como si la ciencia no le bastara. De este modo malgastó sus luces en la búsqueda de algún modo de fabricar oro.
Aunque jamás volvió a ser el mismo después de esa crisis nerviosa, siguió dando muestras de su antigua genialidad. Así, por ejemplo, en 1696, cuando un matemático suizo retó a los sabios de Europa a resolver dos problemas. Newton los vio y al día siguiente envió anónimamente las soluciones. El matemático suizo vislumbró inmediatamente quién se ocultaba tras la máscara: «Reconozco la zarpa del león.»
Newton fue nombrado inspector de la Casa de la Moneda en 1696, encargándosele la acuñación de moneda. Renunció a su puesto docente y desempeñó con tanto celo su nuevo empleo que se convirtió en el terror de los falsificadores.
Formó también parte del Parlamento durante dos períodos, elegido en representación de la Universidad de Cambridge. Jamás pronunció un discurso. En cierta ocasión se levantó y la sala se sumió en un silencio sepulcral para escuchar al gran hombre. Lo único que dijo Newton fue que cerraran por favor la ventana, que había corriente.
La reina Ana le otorgó en 1705 el título de Caballero. El 20 de marzo de 1727, cuarenta años después de sus grandes descubrimientos, murió Newton.
La importancia de Newton, sin embargo, no se debe sólo a esos grandes descubrimientos. Es cierto que sus leyes del movimiento completaron la obra iniciada por Galileo y que sus leyes de la gravedad universal explicaron la labor de Copérnico y Kepler así como el movimiento de las mareas. Son sin duda conceptos muy importantes que aparecen hoy en cualquier rama de la mecánica. Fundó la ciencia de la óptica, que nos ha permitido saber todo lo que sabemos acerca de la composición de las estrellas y casi todo lo que conocemos sobre la composición de la materia. Y el valor del cálculo diferencial e integral en cualquier rama de la ciencia es inapreciable.
Con todo, la máxima importancia de Newton para el avance de la ciencia puede que sea de orden psicológico. La reputación de los antiguos filósofos y sabios griegos se había resquebrajado malamente con los descubrimientos hechos por figuras modernas como Galileo y Harvey. Pero aun así los científicos europeos seguían teniendo una especie de sentimiento de inferioridad.
Entonces llegó Newton. Sus teorías gravitatorias inauguraron una visión del universo que era más grande y más grandiosa que lo que Aristóteles hubiese podido soñar. Su elegante sistema de la mecánica celeste puso los cielos al alcance de la inteligencia del hombre y demostró que los cuerpos celestes más remotos obedecían exactamente las mismas leyes que el objeto mundano más pequeño.
Sus teorías se convirtieron en modelos de lo que debía ser una teoría científica. Desde Newton, los autores y pensadores de todas las demás ciencias, y también de la filosofía política y moral, han intentado emular su elegante sencillez, utilizando fórmulas rigurosas y un número pequeño de principios básicos.
Aquella mente era tan portentosa como la de cualquiera de los antiguos. Sus contemporáneos lo sabían y casi le idolatraban. A su muerte le enterraron en la Abadía de Westminster, junto a los héroes de Inglaterra. El francés Voltaire, que se hallaba visitando Inglaterra por aquella época, comentó con admiración que ese país honraba a un matemático como otras naciones honraban a sus reyes.
Desde los días de Newton, la ciencia ha tenido una confianza en sí misma que jamás ha vuelto a decaer.
La gloria de Newton ha quedado recogida de forma insuperable en los versos de Alexander Pope:

La Naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche.
Dijo Dios: ¡Sea Newton! y todo se hizo luz.











































8.    James Watt


















James Watt estudió detenidamente la máquina de vapor que tenía delante, un modelo construido en origen por Thomas Newcomen en 1705, hacía sesenta años. La máquina se utilizaba para bombear el agua de las minas, y el modelo pertenecía a la Universidad de Glasgow, Escocia, donde Watt trabajaba de constructor de instrumentos matemáticos.
«No funciona bien», le dijo el profesor. «Arréglala.»
La máquina funcionaba así: el vapor del agua en ebullición entraba en una cámara cerrada por arriba por un émbolo móvil; la presión del vapor empujaba el émbo-lo hacia arriba; entonces llegaba agua fría a la cámara y la refrigeraba; el vapor se condensaba y el pistón descendía; de nuevo entraba vapor y volvía a ascender el pistón; más agua fría, y el pistón bajaba. El movimiento ascendente y descendente del émbolo hacía funcionar la bomba.
El proceso requiere cantidades ingentes de vapor —pensó Watt— y, sin embargo, la máquina funciona con muy  poca  eficiencia.  El   vapor   contiene  más   potencia que eso.
Watt, que era un ingeniero experimentado y que poseía una mente analítica, comenzó a estudiar científicamente el vapor. Para que el vapor ejerza una potencia mixta tiene que estar, en primer lugar, lo más caliente posible. Luego tiene que convertirse en agua lo más fría posible. Pero ¿no era eso lo que hacía la máquina de Newcomen?
Un domingo, a principios de 1765, salió Watt a dar un paseo a solas, sumido en sus pensamientos. De pronto se paró en seco. ¡Pero claro, hombre! El vapor se desaprovechaba porque en cada paso se volvía a enfriar la cámara, de manera que cada bocanada de vapor tenía que volver a calentarla antes de poder mover el émbolo.
Watt regresó rápidamente a su taller y empezó a montar un nuevo tipo de máquina de vapor. El vapor, tras entrar en la cámara y mover el émbolo, escapaba por una válvula hasta una segunda cámara refrigerada por agua corriente. Al escapar el vapor, bajaba el émbolo. El siguiente chorro de vapor que entraba en la primera cámara no perdía nada de su potencia, porque estaba aún caliente.
Watt había conseguido una máquina de vapor que funcionaba eficientemente. Su invento fue un triunfo de la tecnología, no de la ciencia; pero ese paseo dominical contribuyó a cambiar el futuro de la humanidad.
La nueva máquina de vapor sustituyó casi de inmediato a la antigua de Newcomen en las minas. Watt siguió introduciendo mejora tras mejora. Una de ellas fue que el vapor entrara por ambos lados de la cámara, empujando así el émbolo en ambas direcciones alternadamente y aumentando aún más la eficiencia.
El invento de Watt era sinónimo de potencia. Antes de él existían los músculos del hombre y de los animales, el viento y la caída del agua. Watt, por su parte, hizo posible el uso práctico de una potencia mayor que las anteriores. (La unidad de potencia llamada «watt» o «vatio» lleva su nombre.) Y muchos de esos usos los descubrió él mismo.
Las máquinas de vapor podían utilizarse para mover maquinaria pesada. Por primera vez pudieron concentrarse grandes cantidades de potencia en una zona reducida, posibilitando el surgimiento de fábricas y de la producción en masa.
Inglaterra estaba por aquella época falta de carbón vegetal que sirviera de combustible: había esquilmado sus bosques, y la madera que quedaba tenía que reservarla para la flota naval. La única alternativa era el carbón, pero las filtraciones de agua dificultaban mucho la explotación de las minas. La máquina de vapor de Watt bombeaba eficientemente el agua al exterior y permitía así extraer grandes cantidades de carbón a bajo precio. La combustión del carbón producía vapor y el vapor engendraba potencia. ¡Había comenzado la Revolución Industrial!
Hoy día nos hallamos en una segunda revolución industrial, cuyo origen también está en un invento de James Watt.
Para conseguir que el flujo de vapor de sus máquinas fuese constante, Watt dispuso las cosas de manera que el vapor hiciese girar dos pesas unidas a un vástago vertical por medio de sendas barras articuladas. La fuerza de la gravedad tiraba de las pesas hacia abajo, mientras que la fuerza centrífuga (al girar las pesas) hacía que subieran. Si entraba demasiado vapor en la cámara, la rotación de las pesas se aceleraba y éstas subían. Este movimiento ascendente cerraba parcialmente una válvula y disminuía el aporte de vapor. Al bajar la presión del vapor, las pesas empezaban a girar más despacio, caían y abrían la válvula, entrando entonces más vapor.
La cantidad de vapor se mantenía así entre límites bastante próximos. La máquina de vapor había quedado equipada con un «cerebro» que era capaz de corregir automática y continuamente sus propios fallos. Eso es lo que designa la palabra «automación». La ciencia de la automación ha alcanzado hoy día un punto en que es posible hacer funcionar fábricas enteras sin intervención del hombre: los errores se corrigen mediante dispositivos que utilizan el principio básico del «regulador centrífugo» de James Watt.
Watt fue también un brillante y admirado ingeniero civil que tuvo mucho que ver con el proyecto de puentes, canales y puertos marítimos. Murió el 19 de agosto de 1819, tras una senectud llena de paz. Llegó a ver la Revolución Industrial en una etapa bastante avanzada, pero jamás soñó que había iniciado además una segunda revolución que no alcanzaría su auge hasta pasados casi dos siglos.

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