viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( IV PARTE)

5.    Galileo Galilei


















Lentamente, el anciano se postró de rodillas ante los jueces de la Inquisición. Con la cabeza inclinada hacia adelante, recitó con voz cansina la fórmula de rigor: negó que el Sol fuese el centro del universo y admitió que había sido un error enseñarlo así; negó que la Tierra girara en torno a su eje y alrededor del Sol, y admitió que había sido un error enseñarlo así.
Aquel día, el 22 de junio de 1633, los clérigos que formaban el tribunal de la Inquisición en Roma sintieron que habían conseguido una victoria. Galileo Galilei, a sus sesenta y nueve años, era el científico más renombrado de Europa y famoso también por sus escritos, que exponían claramente sus ideas y ridiculizaban de manera eficaz a sus oponentes.
Ahora le habían obligado a confesar que estaba equivocado. La Inquisición, temerosa de su fama, le había dispensado un trato cortés y le dejaba que volviera a Florencia, donde pasó los ocho últimos años de su vida, dedicado a problemas alejados de toda polémica. No volvió a importunar a la Iglesia con ideas heréticas. El 8 de enero de 1642 murió.
Galileo (universalmente se le conoce por su nombre de pila) nació en Pisa, el 15 de febrero de 1564. Desde el principio dio pruebas de un amplísimo círculo de intereses creativos, y siendo niño mostró ya una habilidad inusitada en el diseño de juguetes. De mayor tocaba el órgano y el laúd, escribió canciones, poemas y crítica literaria, e incluso destacó como pintor. Los primeros años de escuela, en un monasterio de Florencia, le dejaron una sensación de vaga infelicidad; su padre quería que fuese médico, pero la desazón de Galileo aumentó aún más cuando en 1581 fue a la Universidad de Pisa a estudiar Medicina.
En Pisa empezaron a interesarle otras cuestiones. Durante la misa en la catedral observó cómo las grandes lámparas oscilaban movidas por las corrientes de aire; unas veces lo hacían en grandes arcos, otras en arcos menores. La cosa no tenía nada de particular, pero Galileo, que por entonces contaba diecisiete años, observó algo que los demás no habían visto.
Se tomó el pulso y empezó a contar: tantas pulsaciones para una oscilación amplia y rápida, tantas otras para una pequeña y lenta. Lo curioso era que el número de pulsaciones era igual en ambos casos. Galileo había descubierto la ley del péndulo.
Ahora bien, si el péndulo oscilaba con perfecta constancia y, por así decirlo, dividía el tiempo en pequeños fragmentos iguales, entonces constituía un método nuevo y revolucionario de medir el tiempo. Galileo había utilizado el pulso para cronometrar un péndulo; por consiguiente, también podía utilizarse el péndulo para medir el pulso humano. Galileo comunicó el hallazgo a sus profesores.
Galileo nunca llegó a obtener el título de médico. No tenía dinero bastante para proseguir sus estudios. Pero la verdadera razón era probablemente su falta de interés. Por casualidad asistió a una clase de geometría y descubrió que lo que realmente le importaba eran las matemáticas y la física, no la medicina.
Así que marchó a Florencia, se buscó un mecenas y empezó a estudiar el comportamiento de objetos que flotan en el agua. El trabajo en el que describía sus conclusiones era de tan buena factura que le convirtió en una «joven promesa» dentro del mundo académico de Italia. Cuando regresó a Pisa, en 1588, lo hizo como profesor de matemáticas de la universidad, donde procedió a estudiar la caída de los cuerpos.
Aristóteles pensaba (dos mil años antes) que la velocidad con que cae un cuerpo era proporcional a su peso, y desde entonces los sabios habían acatado la idea; las plumas caen muy lentamente, así que ¿por qué no dar crédito a lo que prueban los ojos?
Galileo pensaba que la resistencia del aire podía influir en el sentido de retardar la caída de los cuerpos ligeros que tienen gran superficie. Cuenta la leyenda que, para demostrarlo, subió a lo alto de la torre inclinada de Pisa con dos bolas de cañón de igual tamaño, una de hierro fundido y otra de madera; la primera era diez veces más pesada que la segunda. Si Aristóteles (y los profesores de Pisa) tenían razón, la bola de hierro debía caer diez veces más deprisa que la de madera. ¿Sería así? Abajo (prosigue le leyenda) se congregó una gran muchedumbre para observar el resultado.
Galileo dejó cuidadosamente caer las dos bolas al mismo tiempo por encima de la barandilla. ¡Zas! Las dos golpearon contra el suelo a una.
Difícilmente se podría haber rebatido a Aristóteles de una manera más drástica. Galileo, a sus veintisiete años, había destronado la autoridad (y también la dignidad de sus colegas universitarios). Tuvo que abandonar Pisa, pero en la Universidad de Padua le aguardaba un empleo mejor y también la verdadera gloria de su vida.
Rumores llegados de Holanda hablaban de un tubo con lentes que hacía que los objetos distantes parecieran estar al alcance de la mano. El gobierno holandés había estampado el sello de secreto militar sobre el invento pero aún así Galileo empezó a elucubrar acerca de cómo podría funcionar el aparato.
En el plazo de seis meses diseñó y construyó un telescopio (después construyó muchos otros que se difundieron por toda Europa). Hizo una demostración pública en Venecia y causó verdadera sensación. Caballeros respetables resoplaban escaleras arriba hasta la cima de los edificios más altos para mirar por el tubo de Galileo y divisar a lo lejos navíos tan distantes que tardarían todavía horas en tocar puerto.
Galileo, sin embargo, no pensaba ni en la guerra ni en el comercio. Dirigió el telescopio hacia los cielos y halló montañas y cráteres en la Luna y nuevas estrellas en Orión, que no eran visibles a simple vista. Y también comprobó que Venus tenía fases, como la Luna, y que el Sol poseía manchas.
El 7 de enero de 1610 hizo el descubrimiento crucial. Miró hacia Júpiter y al punto encontró cuatro pequeñas «estrellas» cerca de él. Noche tras noche las siguió; no podía haber error: eran cuatro lunas que giraban alrededor de Júpiter, cada una de ellas en su propia órbita. Lo cual refutaba definitivamente la vieja idea de que todos los cuerpos celestes giran en torno a la Tierra, porque allí había cuatro objetos que lo hacían alrededor de Júpiter.
En 1611 llevó su telescopio a Roma. Casi todos los miembros de la corte papal se quedaron anonadados, pero hubo quienes montaron en cólera: este hombre, que había destruido ya las ideas aristotélicas acerca de la caída de los cuerpos, ¿iba a destruir ahora también la doctrina de Aristóteles de que los cielos eran perfectos? ¿Cómo iba a haber rudas montañas sobre la faz celestial de la Luna y manchas en el rostro perfecto del Sol?
«Miren ustedes mismos», les dijo Galileo. «Miren por mi instrumento.»
Muchos se negaron. Algunos dijeron que las lunas de Júpiter no podían verse a simple vista, que por tanto carecían de utilidad para el hombre y no podían haber sido creadas. Si el instrumento permitía verlas, es que el instrumento estaba mal. Un aparato maculado, dijeron algunos, un instrumento del demonio. Una fracción de la Iglesia apoyó a Galileo, otra le atacó.
El pisano escribió entonces diversos artículos sobre sus descubrimientos, en los cuales se defendía sarcásticamente de sus enemigos. Poco a poco fue tomando partido cada vez más abierto por las teorías de Copérnico.
Galileo tenía especial habilidad para ridiculizar a sus adversarios, y eso rara vez se lo perdonaron. Enfrente tenía esta vez a hombres de mucho poder en la Iglesia, por cuya influencia ésta declaró, finalmente, en 1616, que la creencia en el sistema copernicano era herejía. El Papa Pío V ordenó a Galileo que abandonara el copernicanismo.
Galileo obedeció durante quince años, al menos en público. Guardó silencio, trabajó en otros asuntos y esperó a que la Iglesia adoptara una postura menos rígida. Pasado ese tiempo pensó que había llegado el momento. Sin prever, por lo visto, conflicto alguno, publicó, en 1632, su gran defensa del sistema copernicano, en la cual ridiculizó sin piedad a sus adversarios. La Inquisición le llamó a Roma.
El anciano científico hubo de pasar entonces por un juicio largo y agotador. Cuenta la historia que cuando se puso en pie después de jurar que la Tierra estaba quieta, musitó algo para su embozo. Según la leyenda, sus palabras fueron: «Y sin embargo se mueve.»
¿Por qué se le venera hoy a Galileo? Sus descubrimientos e inventos rebasaron con mucho la imaginación de las gentes de Europa de su tiempo. Galileo fue un científico versátil y original, y por si fueran pocos los descubrimientos que ya hemos reseñado, consiguió otros muchos: halló una manera de medir el peso de los cuerpos en el agua, diseñó un termómetro para medir la temperatura, construyó un reloj hidráulico para medir el tiempo, demostró que el aire tenía peso, y fue el primero en utilizar el telescopio en astronomía.
Pero no es sólo por eso por lo que Galileo ocupa un lugar tan alto en la jerarquía de la ciencia. Descubrió las leyes que gobiernan la fuerza y el movimiento y la velocidad de los objetos en movimiento, y después enunció estas leyes de la dinámica en fórmulas matemáticas, no en palabras. Y no es que fuese poco hábil con la pluma: fue el primer científico que abandonó el latín y escribió en su lengua materna, y su gracia y estilo atrajeron la atención en toda Europa. Incluso los príncipes acudían a Italia para asistir a sus clases.
En segundo lugar, Galileo demolió la actitud pedante ante la ciencia. Porque además de observar las cosas con sus propios ojos y basar sus deducciones en experimentos y pruebas reales (que eso lo habían hecho antes que él otros científicos que buscaron la verdad en la naturaleza, no en viejos manuscritos polvorientos), Galileo fue el primero en llegar a sus conclusiones a través del método científico moderno de combinar la observación con la lógica; y esa lógica la expresó en las matemáticas, el claro e inconfundible lenguaje simbólico de la ciencia.





6.    Antón van Leeuwenhoek


















Antón van Leeuwenhoek fue un pañero que con sólo algunos años de escuela descubrió un nuevo mundo más asombroso que el de Colón. Su afición era fabricar pequeñas lentes de vidrio. Un día, estudiando una gota de agua putrefacta con una de esas lentes, vio algo que nadie había visto ni imaginado hasta entonces: animales diminutos, demasiado pequeños para verlos a simple vista, bullían, se alimentaban, nacían y morían en una gota de agua, que para ellos era todo un universo.
Van Leeuwenhoek nació en la ciudad de Delft, Holanda, el 24 de octubre de 1632. Allí vivió los noventa años de su vida. Dejó la escuela a los dieciséis, al morir su padre, y se colocó de dependiente en una pañería. Más tarde consiguió el puesto de ujier en el ayuntamiento de Delft, conservándolo hasta el fin de sus días.
Pero luego estaba su hobby, el de pulir diminutas lentes perfectas. Algunas sólo tenían un octavo de pulgada de ancho, pero aumentaban los objetos unas 200 veces sin distorsión.
Todo el mundo sabía, claro está, que las lentes aumentaban el tamaño aparente de los objetos; pero la mayoría de los científicos trabajaban con lentes mediocres. Van Leeuwenhoek pulía lentes de calidad excelente. Las montaba en placas de cobre, plata u oro, fijaba un objeto a un lado de la lente y lo miraba durante horas. A menudo dejaba el objeto allí durante meses o incluso por tiempo indefinido. Cuando quería observar otro objeto pulía otra lente. A lo largo de su vida fabricó en total 419.
Los objetos que observaba eran de lo más diverso: insectos, gotas de agua, raspaduras de diente, trocitos de carne, cabellos, semillas. Y cuanto observaba lo dibujaba y describía con precisión inigualable.
En 1665 observó capilares vivos. Estos minúsculos vasos que conectan las arterias con las venas los había descubierto cuatro años atrás un italiano, pero van Leeuwenhoek fue el primero en ver cómo la sangre pasaba por ellos. Y en 1674 descubrió los corpúsculos rojos que dan a la sangre su color.
En 1683 hizo lo que quizá fue su descubrimiento más importante, las bacterias; pero eran demasiado pequeñas para que sus lentes dieran una imagen clara, aparte de que ignoraba la importancia del hallazgo.
Los descubrimientos no permanecieron secretos. El rey Carlos II reunió, en 1660, a unos cuantos hombres interesados en la ciencia y les invitó a que formaran una sociedad oficial; su nombre es muy largo y por lo general se la llama sencillamente la Royal Society.
Van Leeuwenhoek escribió largas cartas a la Royal Society, describiendo detalladamente sus lentes y todo lo que veía a través de ellas. La Sociedad estaba asombrada, y es probable que no le diera crédito al principio. Pero en el año 1667 Robert Hooke, que era miembro de la Sociedad, construyó microscopios siguiendo las instrucciones de Leeuwenhoek y halló exactamente lo que éste dijo que hallaría. Después de eso no quedó ninguna duda, y menos aún cuando van Leeuwenhoek envió 26 de sus microscopios como regalo a la Sociedad para que todos los miembros pudieran observarlos personalmente.
Van Leeuwenhoek fue elegido miembro de la Royal Society en 1680. Un pañero sin apenas estudios pasó a ser así el miembro extranjero más famoso de la Sociedad. A lo largo de su vida envió un total de 375 artículos científicos a la Royal Society y 27 a la Academia Francesa de Ciencias. Aunque jamás abandonó Delft, sus trabajos le hicieron famoso en todo el mundo.
La Compañía Holandesa de las Indias Orientales le envió insectos de Asia para que los colocara bajo sus maravillosas lentes; la reina de Inglaterra le giró una visita; y cuando Pedro el Grande, zar de Rusia, fue a Holanda para instruirse en la construcción naval, hizo un hueco para presentar sus respetos a van Leeuwenhoek. Al holandés le molestaba que le tocaran sus queridísimos microscopios, pero lo cierto es que dejó que la reina y el zar miraran por sus lentes.
Van Leeuwenhoek no fue el primero en construir un microscopio ni en utilizarlo; pero fue el primero en demostrar lo que podía hacerse con él y en emplearlo con tal pericia, que de golpe sentó la base para la mayor parte de la biología moderna.
Y es que sin la posibilidad de ver células y estudiarlas, el anatomista y el fisiólogo estarían hoy indefensos. Y sin la posibilidad de ver bacterias y estudiarlas y examinar sus ciclos vitales, la Medicina moderna se debatiría probablemente aún en las tinieblas.
Todos los descubrimientos de los grandes biólogos, desde 1700 en adelante, arrancan, de un modo u otro, de las diminutas lentes de vidrio pulidas con todo mimo por el ujier del ayuntamiento de Delft.

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