viernes, 15 de octubre de 2010

LIBRO ISAAC ASIMOV ( VIII PARTE)

13.    Edward Jenner



















Corría el mes de julio de 1796 y Europa era un hervidero. Napoleón Bonaparte ganaba sus primeras batallas en Italia y la revolución irrumpía por doquier, arrumbando viejas costumbres y maneras.
Por si fuese poco, un médico inglés llamado Edward Jenner estaba cometiendo lo que parecía una monstruosidad: transmitir deliberadamente la terrible enfermedad de la viruela a un niño de ocho años. Tomó un poco de supuración de las pústulas de un enfermo y raspó en la piel del muchacho. Aquello tendría que haber bastado para que el niño contrajera al poco tiempo la viruela.
Jenner esperó a ver qué pasaba. Con gran alivio comprobó que sus esperanzas eran fundadas. El niño no contrajo la viruela ni mostró absolutamente ningún signo de la enfermedad.
Jenner no fue un monstruo, sino un gran benefactor de la humanidad. Había demostrado que sabía cómo prevenir la viruela, y con ello influyó mucho más en el destino humano que Napoleón con todas sus victorias
Puede que éste también lo viera así. En 1802, tras estallar la guerra entre Inglaterra y Francia después de un breve período de paz, cayeron prisioneros algunos ciudadanos ingleses. Se pidió a Napoleón que los pusiera en libertad. Napoleón estaba a punto de negarse, cuando supo que entre los firmantes figuraba Edward Jenner. El futuro conquistador de Europa no se atrevió a desoír al conquistador de la viruela y liberó a los prisioneros.
Edward Jenner nació en Gloucestershire, Inglaterra, el 17 de mayo de 1749. A los veinte años comenzó a estudiar Medicina; pero como tantos otros pioneros de la ciencia, picó en muchos otros campos. Estudió geología, escribió poesía, tocaba instrumentos musicales, se interesó en el estudio de las leyes y construyó un globo. Por fortuna para el mundo rechazó, sin embargo, un empleo realmente apasionante: el de naturalista oficial en el segundo viaje del capitán Cook a los Mares del Sur. Decidió quedarse en Inglaterra y ejercer la medicina.
Uno de los grandes problemas médicos de aquellos días era la viruela, quizá la enfermedad más temida de las que asolaban a la humanidad. De cuando en cuando brotaba una epidemia, y como había muy pocos conocimientos de higiene, la enfermedad se propagaba como un reguero de pólvora por las sucias ciudades superpobladas.
Un diez por ciento de los que contraían la enfermedad morían, y los que lograban sobrevivir quedaban «picados de viruela». Cada pústula causada por la enfermedad (y en los casos graves quedaba todo el cuerpo cubierto de marcas) dejaba una cicatriz en la piel después de desaparecer. Mucha gente temía más la horrible desfiguración del rostro que la propia posibilidad de morir.
La viruela no respetaba a nadie. George Washington la contrajo en 1751 y se recuperó, pero en la cara le quedaron permanentemente las huellas de la enfermedad. El rey Luis XV cayó víctima de ella en 1774 y murió.
En aquellos tiempos era casi una excepción tener intacta la piel del rostro; una piel lisa bastaba para calificar de bella a su poseedora, aunque sólo fuese por contraste con otras menos afortunadas.
La viruela sólo se podía contraer, como máximo, una vez en la vida. La persona que no la hubiese pasado la contraía fácilmente por contagio; pero una vez pasada la enfermedad y repuesto el paciente, no volvía a contraerla por mucho que se expusiera a ella: era «inmune».
Este hecho dio lugar en 1718 a lo que por entonces parecía una fabulación. Una noble inglesa, Lady Mary Wortley Montagu, regresó de un viaje por Turquía e informó que los turcos tenían el hábito de inocularse deliberadamente con líquido tomado de casos leves de la enfermedad. La persona inoculada contraía entonces una forma benigna de viruela y se inmunizaba a un coste bien bajo. Lady Mary tenía fe en sus observaciones e inoculó a sus propios hijos.
Lady Mary era sin duda una mujer brillante, pero también una especie de mariposilla social; costaba tomarla en serio, y los médicos desde luego no lo hicieron. Aparte de que tampoco era fácil convencer a los ingleses de que los turcos sabían hacer algo digno de emular.
A Jenner empezó a interesarle la viruela nada más comenzar a ejercer la Medicina. Puede que oyera la historia de Lady Mary y puede que no. Lo que es seguro que llegó a sus oídos fue una vieja «superstición» muy difundida en su tierra natal de Gloucestershire, a saber, que la viruela bovina (una enfermedad del ganado que podían contraerla las personas) estaba «reñida» con la viruela humana. La persona que contraía una de ellas —decían los granjeros de Gloucestershire con un sabio movimiento de la cabeza— no contraía la otra.
Jenner se preguntó si sería o no realmente una superstición. Era proverbial, por ejemplo, la hermosura de las vaqueras, y por aquel entonces estaban de moda en Francia las piezas de teatro en las que la protagonista era una vaquera o una pastora de singular belleza. ¿Quizá por la tersura de su rostro, rara vez marcado por la viruela? ¿O porque, al estar en contacto con el ganado, contraían la viruela bovina en lugar de la otra, menos benigna?
Jenner comenzó a observar de cerca los animales domésticos.
Los caballos padecían una enfermedad, llamada viruela equina, que cursaba con bultos y pústulas en las patas del animal. Los mozos de cuadra curaban a veces las pústulas y atendían luego a las vacas lecheras. La vaca no tardaba en contraer la viruela bovina. Al mozo o la moza le salían poco después algunas pústulas, pero casi siempre en las manos (que estaban en contacto con la vaca) y nunca en la cara, cuya desfiguración era lo más temido. Por otro lado, la gente que, por su profesión, tenía que estar en contacto con animales domésticos parecía realmente inmune a la viruela.
Jenner llegó a la conclusión de que la viruela equina y la bovina eran una forma de viruela. Su tesis era que la enfermedad, al pasar por un animal, se debilitaba en gran medida. Los granjeros tenían razón: unas cuantas pústulas de viruela bovina en las manos, y no hacía falta preocuparse ya de la muerte o desfiguración por la viruela.
El 14 de mayo de 1796 tenía ya Jenner suficiente confianza en su teoría para aceptar sobre sí una responsabilidad escalofriante. Buscó primero una vaquera que tuviera la viruela bovina. Tomó luego un poco de líquido de una pústula de la mano y se lo inyectó a un niño. Dos meses después volvió a inocular al niño, pero esta vez no con viruela bovina, sino con viruela de verdad. El niño no enfermó. ¡Era inmune!
Jenner decidió repetir la prueba para cerciorarse. Tardó dos años en encontrar a una persona que presentara un caso activo de viruela bovina; imaginamos su impaciencia durante todo ese tiempo, pero se abstuvo de publicar prematuramente sus resultados y esperó. En 1798 encontró por fin el caso que buscaba, repitió el experimento con otro paciente y comprobó exactamente lo mismo. Ahora ya podía publicar sus resultados y anunciar al mundo que había encontrado la manera de derrotar a la viruela.
La viruela bovina se llama vaccinia en latín, así que Jenner acuñó la palabra «vacunación» para describir su método de inocular viruela bovina con el fin de crear inmunidad contra la viruela.
El trabajo de Jenner era tan meticuloso que sólo se atrevieron a rechazarlo algunos médicos conservadores. Culpables de verdaderos perjuicios fueron algunos desaprensivos que empezaron a inocular sin tomar las debidas precauciones y propagaron infecciones graves. Las vacunaciones se extendieron a todas las partes de Europa.
La familia real británica se vacunó, y en 1803 se fundó la Royal Jennerian Society (presidida por Jenner) para promover campañas de vacunación. El número de muertes por viruela se redujo a un tercio en dieciocho meses.
En Alemania, donde el aniversario del nacimiento de Jenner es día festivo, el estado de Baviera decretó la obligatoriedad de la vacuna en 1807. Otras naciones siguieron su ejemplo, e incluso la atrasada Rusia adoptó la práctica. El primer niño que se vacunó allí recibió el nombre de Vaccinov y su educación corrió a cargo del Estado.
Inglaterra fue la más perezosa en honrar a Jenner. En 1813 se le propuso como candidato al Colegio de Médicos de Londres. Pero el Colegio se empeñó en examinarle de los clásicos, es decir, de las teorías de Hipócrates y Galeno. Jenner se negó; pensaba que su victoria sobre la viruela bastaba como recomendación. Los caballeros del Colegio no pensaban igual y no le eligieron.
Jenner murió el 24 de enero de 1823, sin ser miembro del Colegio, pero con toda la gloria que podía tener un médico.
La viruela es hoy día una enfermedad muy rara, gracias a las vacunas. En la mayoría de los países se vacuna a todos los niños desde edad muy temprana. Y basta que surja un solo caso de viruela en alguna ciudad (importada casi siempre por barco desde alguna región atrasada) para que se recomiende revacunar a todos los habitantes de la ciudad, evitando así cualquier riesgo de epidemia.
Pero esto es sólo parte de la historia, y quizá no la más importante; porque Jenner había descubierto una manera, no de curar la enfermedad, sino de prevenirla, y fue el primero que lo consiguió. El método consistía en utilizar la propia maquinaria del cuerpo para crear la inmunidad, fundando así la ciencia de la inmunología.
Desde entonces los médicos han tratado de hallar nuevos medios de inducir al cuerpo a crear inmunidad contra enfermedades peligrosas, obligándole a que fabrique defensas químicas («anticuerpos») contra versiones benignas de la enfermedad. Los líquidos que causan esa enfermedad benigna siguen llamándose «vacunas», aunque ya no tienen nada que ver con las vacas.
Un ejemplo reciente es la vacuna Salk, conseguida por el doctor Jonas Salk. El virus que causa la parálisis infantil muere a manos de productos químicos para que no pueda seguir causando la enfermedad. Pero sigue reteniendo una parte suficiente de sus propiedades originales para hacer que el cuerpo produzca anticuerpos que sean efectivos contra el virus vivo. La inyección de la vacuna Salk aumenta la inmunidad a la parálisis infantil sin que el sujeto tenga que pasar por la enfermedad propiamente dicha.
Las vacunas también ayudan a combatir enfermedades como la fiebre amarilla, la fiebre tifoidea, la gripe, la tuberculosis, etc.
La importancia de los trabajos de Jenner no estriba sólo en que acabara con la viruela. Señalaron el camino para acabar con otras enfermedades muy temidas por el hombre; y este camino quizá lleve algún día a eliminar todas las enfermedades infecciosas.

















































14.    Louis Pasteur


















Louis Pasteur nació el 27 de diciembre de 1822. En la escuela no brilló como estudiante y en la universidad sólo se desenvolvió con cierta soltura en la asignatura de química. La ambición no prendió en él hasta después de licenciarse y asistir a las lecciones de Jean B. Dumas, gran químico francés. Fue entonces cuando decidió dedicar su vida a la ciencia.
Pasteur inició sus investigaciones estudiando dos sustancias químicas: el ácido tartárico y el ácido racémico. Ambos parecían iguales en todo, menos en un aspecto: el ácido tartárico ejercía un extraño efecto de rotación sobre ciertas clases de luz; el ácido racémico no poseía ese efecto.
Los amigos de Pasteur se reían de él y le decían que para qué se preocupaba de un problema tan absurdo. Pero Pasteur siguió impertérrito. Obtuvo cristales de ambos ácidos y los estudió al microscopio. Los cristales de ácido tartárico eran todos idénticos; los de ácido racémico eran de dos tipos. Uno de ellos se parecía a los cristales de ácido tartárico; los del otro tipo eran imágenes especulares del primero. (Era como mirar un montón de guantes, unos de la mano derecha y otros de la izquierda.)
Pasteur, con paciencia infinita, separó los cristales de ácido racémico en dos montones. Los cristales que se parecían a los de ácido tartárico giraban la luz en la misma dirección que el ácido tartárico; los otros cristales también la giraban, pero en sentido contrario.
Pasteur había descubierto que las moléculas podían ser «dextrógiras» o «levógiras». Este descubrimiento condujo en último término a nuevas y revolucionarias ideas acerca de la estructura de las importantes sustancias químicas que componen los tejidos vivos.
El hallazgo de Pasteur encontró un reconocimiento inmediato, pese a contar sólo veintiséis años: se le con-cedió la Legión de Honor francesa.
En 1854 fue nombrado decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Lille, en el corazón de la región vinícola, donde empezó a estudiar los problemas de la importante industria de vinos francesa. El vino y la cerveza, al envejecer, se agriaban con facilidad, causando pérdidas de millones de francos. ¿No habría algún producto químico que, añadido al vino, evitara esa catástrofe? Los viticultores y cerveceros acudieron al joven y famoso químico en busca de consejo.
Pasteur volvió a echar mano del microscopio. Estudió los posos de vino sano y los comparó con los del vino agriado. Ambos contenían células de levadura, pero la forma de las células era diferente. Había una clase especial de levadura que avinagraba el vino.
La solución era matar esa levadura, dijo Pasteur: una vez formado el vino o la cerveza había que calentarlo suavemente hasta unos 48° C, matando así cualquier resto de levadura, incluida la indeseada que pudiera introducirse durante el proceso de fabricación. Sellando luego las cubas, el líquido no se agriaría.
Los fabricantes se horrorizaron ante la perspectiva de calentar el vino. Pasteur decidió convencerles. Calentó unas muestras, dejó sin calentar otras y pidió a los fabricantes que esperaran unos meses. Al abrir las muestras calentadas se vio que estaban en perfectas condiciones, mientras que algunas de las no calentadas se habían estropeado. Los viticultores retiraron sus objeciones.
Desde entonces se llama «pasteurización» al proceso de calentar lentamente un líquido para matar organismos microscópicos indeseables. Por eso pasteurizamos la leche que bebemos.
Pasteur llegó en el curso de sus investigaciones a la conclusión de que toda fermentación y descomposición era obra de organismos vivos.
La gente se opuso a esa teoría, porque la carne, aun hervida para matar las bacterias, se pudre al cabo de un tiempo. Pasteur replicó que lo que ocurre es que hay gérmenes por todas partes y que éstos caen en la carne desde el aire.
Para demostrarlo tomó extracto de carne, lo hirvió y lo dejó expuesto al aire, pero disponiendo las cosas de manera que éste sólo pudiera entrar a través de un largo y estrecho cuello de botella en forma de S. Las partículas de polvo (y los gérmenes) se quedaban retenidos en el fondo del codo. La carne no se pudrió. En la carne hervida no había gérmenes, y el proceso de descomposición no podía tener lugar en ausencia de ellos. Pasteur había refutado de una vez para siempre la teoría de la «generación espontánea» (la creencia de que los organismos vivos podían surgir de materia inanimada).
En 1865 se trasladó Pasteur al sur de Francia para estudiar una enfermedad del gusano de la seda que estaba poniendo en peligro la industria entera de este tejido; en juego había entonces millones de francos al año.
Pasteur volvió a utilizar su microscopio y localizó un diminuto parásito que infestaba a los gusanos y a las hojas de morera que les servían de alimento. El consejo de Pasteur fue destruir todos los gusanos y hojas infestados y empezar de nuevo con gusanos sanos y hojas limpias, atajando así la plaga. El consejo surtió efecto. Se había salvado la industria de la seda.
Quien estuvo a punto de no salvarse fue el propio Pasteur. En 1868 tuvo un ataque de parálisis y durante un tiempo pensó que le había llegado su hora. Por fortuna se recuperó.
En 1870 surgieron hostilidades entre Francia y Prusia. El poderío militar de los prusianos había ido creciendo paulatinamente bajo una política de «sangre y hierro». La guerra cogió a los franceses faltos de preparación. Louis Pasteur acudió inmediatamente a alistarse. Pero su oferta fue rechazada enérgicamente.
«Señor Pasteur», le dijeron los oficiales, «tiene usted cuarenta y ocho años y ha sufrido un ataque de parálisis. A Francia la puede servir mejor fuera del ejército».
Francia sufrió una derrota desastrosa. Los vencedores impusieron una indemnización de cinco mil millones de francos a los franceses, pensando dejar así indefenso al país durante años. Pero Francia dejó asombrado al mundo entero al pagar la indemnización en el plazo de un año; el dinero salió en parte de la labor de Louis Pasteur, que había salvado y saneado varias industrias francesas vitales.
Algunos médicos empezaron a ver entonces la importancia que tenían los descubrimientos de Pasteur y pensaron que ciertas enfermedades humanas podían estar causadas por parásitos microscópicos.
En Inglaterra, el cirujano Joseph Lister veía con preocupación que la mitad de los pacientes se le morían de infección después de una intervención feliz. En otros hospitales la cifra llegaba al 80 por 100. Lister pensó entonces en «pasteurizar» las heridas e incisiones quirúrgicas, matando así los gérmenes, lo mismo que Pasteur mataba la levadura en el vino.
En 1865 comenzó a aplicar ácido carbólico a las heridas. En tres años rebajó la tasa de mortalidad postoperatoria en dos tercios: había inventado la «cirugía antiséptica». Hoy día imitamos a Lister cada vez que aplicamos yodo a una cortadura.
Pasteur llegó a las mismas conclusiones que Lister en 1871, después de la guerra. Anonadado por la tasa de mortalidad de los hospitales militares, obligó a los médicos (a menudo contra su voluntad) a hervir los instrumentos y vendajes. Matad los gérmenes —insistía Pasteur—, matadlos. Y la tasa de mortalidad descendió.
(Aproximadamente veinticinco años antes, el médico austriaco Ignaz Semmelweis había tratado de imponer la desinfección a los médicos. Semmelweis opinaba que los médicos eran asesinos que portaban la enfermedad en sus manos y recomendó que se las lavaran con una solución de cloruro de cal antes de acercarse al paciente. Fracasó en todos sus intentos y murió en 1865 tras contraer él mismo una infección por accidente. No llegó a ver cómo Lister y Pasteur le daban la razón.)
Pasteur fue gestando poco a poco lo que él llamó la «teoría germinal de las enfermedades», es decir, que cualquier enfermedad infecciosa está causada por gérmenes; y era infecciosa porque los gérmenes podían propagarse de una persona a otra. Si se lograba localizar el germen y se hallaba un modo de combatirlo, la enfermedad quedaría resuelta.
El médico alemán Robert Koch elaboró técnicas para cultivar gérmenes patógenos fuera del cuerpo. Junto con Pasteur halló la manera de combatir una enfermedad tras otra: franceses y alemanes unidos para servir a la humanidad. Los años ochenta del siglo pasado fueron los más espectaculares de la vida de Pasteur: descubrió cómo inocular contra las enfermedades animales del ántrax (que desolaba el ganado bovino y ovino) y el cólera de las gallinas, y también cómo proteger al hombre contra la temible enfermedad de los perros rabiosos, la hidrofobia.
Pero esta época, con ser espectacular, no fue sino la consecuencia natural de la teoría germinal de las enfermedades, cuyos inicios datan de sus primeros trabajos. Cuando Pasteur murió el 28 de septiembre de 1895, la medicina moderna era ya una realidad.
De todos los descubrimientos médicos de la historia, el más grande quizá sea el de la teoría germinal de Pasteur. Una vez adoptada esa teoría fue posible combatir sistemáticamente las enfermedades. Podía hervirse el agua y tratarla químicamente; la eliminación de desperdicios se convirtió en una ciencia; en los hospitales y en la preparación comercial de productos alimenticios se adoptaron procedimientos estériles; se crearon desinfectantes y germicidas; y a los portadores de gérmenes, como los mosquitos y las ratas, no se les dio ya tregua.
La adopción de estas medidas trajo consigo una disminución de la tasa de mortalidad y un aumento de la esperanza de vida. La esperanza de vida del varón norteamericano era de treinta y ocho años en 1850; hoy es de sesenta y ocho. A Louis Pasteur y a sus colegas científicos hay que agradecerles esos treinta y ocho años de regalo.

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